Capítulo 3

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Estaba soñando, lo sabía. Alayna siempre era consciente de que aquella maldita visión no era real, que solo era el sueño que no dejaba de atormentarla desde hacía tiempo... y sin embargo, nunca podía evitar sentirse aterrorizada. ¿Era una cueva? ¿Una caverna de proporciones imposiblemente grandes? ¿O estaba en las entrañas mismas del mundo, leguas y leguas bajo tierra, donde la luz del sol nunca llegaba?

Así lo parecía.

La oscuridad era absoluta, terrible. Estaba sumergida en una negrura que la rodeaba, la oprimía, sofocándola como si tuviera vida propia. Resultaba irreal.

«No puede haber tanta oscuridad en el mundo...»

¿Cómo era posible que aun así fuera capaz de ver?

A izquierda y derecha, arriba y abajo, no había nada más que penumbras. Resultaba imposible decir si había un techo sobre su cabeza, o muros a los lados, pero podía ver la larga y delgada pasarela de piedra adentrándose en un colosal estanque de aguas oscuras. La roca tenía una luminiscencia propia, como una estrella moribunda brillando pálida en el firmamento. En el sueño, Alayna siempre recorría la pasarela como un autómata, atraída de modo irresistible hacia lo que aguardaba en el corazón de las tinieblas.

Pero esta vez era diferente.

No era ella la que caminaba. Otra persona avanzaba a paso apresurado por el estrecho camino de piedra, una mano al frente, intentando tantear lo que tenía delante. Alayna no precisó ver su rostro para reconocerlo. Largos cabellos negros cayéndole sobre los hombros, ojos grises en un semblante triste pero decidido. Una larga cicatriz atravesándole el lado izquierdo de la cara.

«¡Aiden!»

Intentó gritar su nombre, pero no tenía voz. Ni siquiera podía sentir su cuerpo. Era como si estuviera a miles de kilómetros de distancia. ¿Estaba allí realmente con él? ¿O acaso formaba parte de la oscuridad que lo devoraba todo, sin poder hacer ni decir nada? Aiden siguió avanzando, acercándose cada vez más al centro del estanque, ignorante de su destino.

«No...» se dijo. «No sigas... No vayas... ¡Detente!»

Él no la escuchó. No podía hacerlo. Siguió caminando a través de la pasarela, paso a paso, metro a metro. Alayna notó que se sujetaba el costado derecho con una mano. La sangre se le escapaba a través de los dedos, dejando un reguero rojo sobre la piedra. Sintió un escalofrío de terror y ansiedad. Ella podía brindarle su ayuda... Podía curarlo otra vez, había aprendido, solo tenía que llegar hasta él. Pero era incapaz de moverse, y Aiden no dejaba de avanzar, cada vez más y más cerca. Aquello jalaba de él, lo atraía, lo absorbía desde dentro, pero Aiden no lo notaba.

«¡Detente!»

Alayna pudo verlo, no... sentirlo. Percibió su movimiento en las tinieblas, al frente, en el centro del estanque; sintió sus tentáculos oscuros extendiéndose lenta pero inexorablemente hacia él.

—Despierta.

¿Ella misma había dicho eso?

Pero no podía despertar. No, no aún. Tenía que ayudar a Aiden. Tenía que hacerlo. Era importante. Era lo más importante del mundo.

—Despierta...

Intentó moverse, pero resultó imposible. Intentó advertirle, pero ni siquiera tenía una boca para gritar. No estaba allí. No podía hacer nada, nada aparte de observar impotente.

—Alayna, despierta...

—¡No! ¡Aiden! ¡Det...!

Una mano se cerró sobre su boca, silenciándola al instante.

Crónicas de Kenorland - Relato 11: DesenlacesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora