Alayna había dado por hecho que todo el Norte era una sucesión de bosques, valles y cadenas montañosas cubiertas de nieve, pero se equivocaba. Llevaban casi una semana cabalgando por un interminable llano árido y pantanoso a partes iguales, si tal cosa era posible. Era como si toda aquella zona estuviera cubierta por unos gigantescos parches de suelo duro y rocoso plagados de hierbajos, que se alternaban con otros donde los caballos se hundían hasta casi las rodillas en el fango. En ocasiones, aquellos malditos trechos cenagosos se extendían por kilómetros enteros a la redonda, ralentizando tanto la marcha que Alayna no podía evitar sentirse cada vez más y más nerviosa. Miraba por encima del hombro constantemente mientras luchaba con su montura, temiendo ver en cualquier momento las siluetas de unos jinetes en el horizonte.
Pero aquello nunca pasaba, y la marcha seguía. Ran, como de costumbre, se las ingeniaba para hallar delgados senderos entre las ciénagas, avanzando en fila hasta que lograban salir a otro enorme trecho de suelo más firme, pero no por eso menos difícil. Hacía días que habían dejado atrás el bosque de pinos que se extendía al oeste, viéndose rodeada a todas horas por leguas y leguas de un terreno liso y abierto.
—Esto no me gusta... —susurró Alayna cuando se detuvieron a abrevar a los caballos. Habían encontrado un pequeño estanque de aguas claras que, como una suerte de oasis, se abría paso en medio de uno de los tramos rocosos—. Llevamos ya varios días demasiado al descubierto. Un grupo de jinetes podría vernos desde muy lejos.
—No antes de que nosotros los veamos a ellos —replicó Ran, llenando su cantimplora con agua fresca—. Les llevamos mucha ventaja, si es que lograron encontrar nuestro rastro. Mañana ya estaremos a la altura de Sotoeste, desde allí solo será un día más de marcha hasta que alcancemos la cordillera Plateada. Sigamos.
Alayna no ignoró el vistazo que echó al horizonte antes de espolear a su caballo.
Durante el resto del día casi no intercambiaron palabra. La atmósfera se había tornado sombría. El cielo seguía cubierto por unos gigantescos nubarrones grises que ahogaban por completo el sol, retorciéndose y moviéndose con el viento como si tuvieran vida propia. El aire estaba cargado de un frío húmedo y punzante que la helaba hasta los huesos, y, aunque no habían tenido que hacer frente a ninguna tormenta, su suerte se terminó ese día. Una tenue nevada comenzó a caer sobre sus cabezas, con suavidad primero, y con implacable insistencia después, cubriendo la llanura de un blanco brillante.
—No creo que los caballos vayan a soportar toda esta nieve —masculló Alayna, aunque en realidad lo decía más por ella misma que por los animales—. Tenemos que encontrar algún lugar donde podamos resguardarnos, pronto, antes de que...
—La nieve es el menor de nuestros problemas... —susurró Ran. Había detenido de repente su montura, y miraba hacia atrás con una expresión que le heló la sangre.
Alayna se volvió bruscamente. Sabía con qué se encontraría incluso antes de hacerlo, pero aun así no pudo evitar quedarse paralizada, apretando tanto las riendas que los dedos le dolieron bajo los guantes.
Una hilera de jinetes podía divisarse a lo lejos, incluso a través de la nevada, recortados contra el horizonte. Resultaba difícil precisar cuántos eran, ¿una decena, quizás? ¿Más? Estaban en lo alto de una pequeña loma en medio de la llanura, y parecían señalar y gesticular en su dirección.
—¡Corre! —aulló Ran.
Alayna no era una jinete consumada; de hecho, jamás había montado a caballo hasta que le enseñaron los rudimentos en la Cátedra, pero en esos momentos puso al galope su montura como si su vida dependiera de ello.
Y así era.
—¡No mires atrás! —Ran pasó como una centella a su lado—. ¡Solo corre!
Alayna corrió, pero no sabía hacia dónde exactamente. El sombrío bosque que las había acompañado durante los primeros días de viaje, siempre en su flanco oeste, había quedado atrás. Ya no tenían su densa espesura para refugiarse. El terreno era húmedo, blando y condenadamente llano en leguas a la redonda. No había dónde esconderse.
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Crónicas de Kenorland - Relato 11: Desenlaces
FantasyTras los sucesos de la Prueba, Aiden y Hágnar se disponen a saldar nuevas y viejas deudas antes de abandonar la Fortaleza, pero una inesperada visita cambiará para siempre sus destinos. Mientras tanto, en el Norte, Alayna descubrirá los verdaderos h...