Epílogo

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Habría sido más fácil irse.

Todo habría sido mucho más fácil para Aiden si simplemente se hubiera encaminado hacia las puertas del castillo en el momento en que Jenna apareció. Se habrían reunido allí con Davenn Evedane y sus hombres y habrían puesto rumbo hacia la capital del reino, para ponerse bajo las órdenes de su majestad el rey. No habría tenido que volver a pensar en la Fortaleza hasta que el trabajo en Iörd terminara y emprendieran el camino de regreso... si es que en verdad volvían, si no terminaban enterrados en alguna fosa anónima como sin lugar a dudas había sucedido con Quent el Taciturno.

Pero no.

Aún quedaba tiempo antes del amanecer. No podía esperar pacientemente a que saliera el sol, tenía que presentarse antes en la Forja y despertar a Byron Manonegra, el Herrero Jefe; tenía que pedirle que le devolviera el extraño libro que había encontrado en Rocafuerte y escuchar lo que fuese que tuviera para decirle.

Oh, no, no podía simplemente irse. No podía dejarlo estar. Tenía que hacerlo.

El alba era inminente cuando atravesó las puertas de la Forja. El negro profundo del firmamento había transicionado a un violeta pálido, con una línea de fuego marcando el horizonte hacia el este. En el interior de la Forja, sin embargo, la oscuridad era impenetrable. Aiden abrió la boca para llamar al Herrero, pero el nombre murió en su garganta antes de que llegara a pronunciarlo.

Un frío de ultratumba lo abrazó en cuanto se adentró en el edificio.

Sintió que el terror le atenazaba el vientre como si fuese una pinza de hielo. Reconocía ese frío. Reconocía las sombras densas y antinaturales que engullían la Forja hasta transformarla en un estanque negro. Reconocía el extraño pavor que, casi como si fuera un instinto animal, lo instaba a dar media vuelta y largarse de allí. Aiden desenfundó su espada, mirando de un lado a otro con el corazón en un puño.

—¡Byron! —llamó a los gritos— ¡Byron! ¡BYRON!

No obtuvo respuesta.

El libro, el antiguo libro que había llegado por una mera casualidad a él en las Islas de la Luna, descansaba sobre una de las mesas de trabajo, abierto en su última página. Estaba tan oscuro que casi parecía flotar en medio de la negrura. Pero podía verlo. Podía ver la intrincada y siniestra figura negra, aquel círculo de sombras volcado como una mancha en el pergamino.

Aiden retrocedió involuntariamente un paso, y, al hacerlo, su pie chocó con algo. La densa oscuridad lo había ocultado como una manta, pero ahí estaba, tumbado boca arriba en el suelo de piedra, con el rostro vuelto hacia él. Manonegra lo habían llamado, pero su mano ya no era negra; era un amasijo de carne grisácea y agrietada que se extendía hasta casi el hombro, con las venas marcadas e hinchadas como gusanos oscuros bajo la piel. Tenía la boca enormemente abierta en medio de su barba anaranjada, y sus ojos, dos pozos negros y vacíos, parecían observarlo acusadores desde el suelo.

Muerto.

Aiden tomó el libro con manos temblorosas.

El extraño círculo negro parecía jalar de él, lo atravesaba de lado a lado en olas inexplicables de repulsión. Sin poder evitarlo, como si le quemase las manos pese al frío antinatural, soltó el libro. Fue a caer junto al rostro pálido de Byron, su gesto congelado para siempre en una mueca de terror indecible.

Muerto.

—Pero... pero ¿qué...?


Fin del Libro 1 de las Crónicas de Kenorland

Fin del Libro 1 de las Crónicas de Kenorland

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Crónicas de Kenorland - Relato 11: DesenlacesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora