(Natalia Lacunza)
La primavera era una de las estaciones del año favoritas para Juanjo; al mismo tiempo que todavía no había llegado la calor asfixiante propia del verano a la ciudad, las calles se llenan de color, luz y estudiantes que actúan como si el año lectivo hubiese terminado por fin, permitiéndose dedicar sus tardes a beber cerveza, entrenar sus habilidades sociales y jugar al villar mientras en las aulas aún se seguía impartiendo materia importante. El chico de ojos verdes siempre había fantaseado con permitirse aquella misma libertad que el resto de la juventud parecía exprimir hasta la última gota, pero el peso de la responsabilidad y del futuro nunca había abandonado sus hombros. El curso anterior, durante una de las clases de Psicología del desarrollo, su profesora hablaba sobre un término que al chico le llamó especialmente la atención, al mismo tiempo que le permitió leer con mayor exactitud el mundo que le había rodeado y aquello que siempre le había hecho sentir algo desplazado de los chicos de su edad; el egocentrismo adolescente y la fábula de la invencibilidad. Ambos conceptos explican las falsas creencias que le aseguran al adolescente que tanto él como sus sentimientos son únicos e irrepetibles, y que está protegido ante cualquier peligro. La combinación de estas dos erróneas percepciones suelen terminar teniendo como resultado una mayor facilidad para cometer conductas de riesgo como lo puede ser el beber alcohol hasta casi alcanzar el coma etílico, mentir a tus padres asegurando que te quedas a dormir en casa de una amiga en lugar de decirle que vas a salir de fiesta con un grupo de chicos cinco años mayor, o quedar para desvirtualizar, por fin, a una amistad online que nunca ha demostrado que su existencia es, del todo, real. Al mismo tiempo, también era consciente de que la etapa vital en la que se encontraban tanto él, como el resto de estudiantes, aún colindaba con la adolescencia, por lo que le permitió comprender la facilidad que muchos de ellos tienen para asumir un riesgo como lo era la posibilidad de suspender los exámenes de junio en pro de disfrutar de la primavera, de las gentes y de las terrazas sevillanas.
En realidad, Juanjo no se había criado en un ambiente en el que las expectativas que tuviesen sobre él pudiesen llegar a asfixiarle; sus padres siempre habían tenido un estilo de vida tranquilo, apacible, y sabían que, cuando se es padre, hay muchas otras prioridades más importantes que las calificaciones de tu hijo. No obstante, fueron las expectativas del mundo, y las suyas propias, las que le hicieron tener demasiado presente el futuro aún cuando no era más que un niño con un tiempo infinito por delante. Siempre había sido observador, por lo que le fue inevitable percatarse de que los niños que tenían mejores notas, los que eran más excepcionales, recibían regalos, halagos y premios. También solían ganarse lo que parecía ser un hueco en el mundo, un lugar al que pertenecer y, como el anhelo más fuerte del chico de verdina mirada nunca dejó de ser el llegar a sentir que pertenecía a algún lugar, que no estaba solo y que encontraría a personas que llegasen a comprenderle con solo compatir una mirada, el volverse excepcional pasó de ser una expectativa, a una necesidad.
Y, en el fondo, nunca le había costado no acudir a una fiesta o a algún plan si tenía un examen importante a la semana siguiente, porque sabía explotar al máximo todas aquellas otras ocasiones en las que sí podía acudir sin que el disfrute se viese acompañado por la sombra del remordimiento por no estar cumpliendo con aquel deber autoimpuesto; ser excepcional. Su madre siempre le había pellizcado fuerte las mejillas para después dejar incontables besos en ellas cuando un sobresaliente volvía a estar escrito con tinta roja sobre un examen, junto a su nombre, por lo que todo lo demás perdía un poco la importancia.
Ahora, que había crecido algunos años más y que conocía el mundo que le rodeaba aún con mayor detalle, sabía que aquel niño tenía gran parte de razón. El ser excepcional en lo académico le había permitido ganar premios en concursos de ciencias, tener buena relación con sus profesores, que sus compañeros se acercasen a él para preguntarle dudas, conseguir becas que le ahorrasen gastos a sus padres, y que casi toda la facultad de psicología de Sevilla conociese su nombre. Incluso parte del alumnado y del profesorado de otras universidades españolas había escuchado hablar de Juanjo Bona gracias a haber acudido con sus tutores a simposios, congresos y jornadas por todo el país, ya fuese en calidad de acompañante, o para participar en ellos. También existían algunas investigaciones en neuropsicología en las que su nombre era uno de los que firmaba como autor, por lo que ser excepcional también le había obsequiado con la confianza del profesorado y de otras figuras de renombre en el mundo de la investigación.
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Oniria encuentra a Insomnia.
FanfictionUna historia que habla y reflexiona sobre el amor, en todas sus capas y facetas. Donde Martin y Juanjo se conocen en diciembre, donde ambos estudian psicología, donde ambos reflexionan, y donde ambos sienten.