Este no era un día cualquiera, era el día en que íbamos a vernos por primera vez, el día de nuestra primera cita. Todavía lo recuerdo con una claridad increíble, como si estuviera reviviendo ese momento en este mismo instante. Esa emoción se quedó grabada en mi pecho, y la vívida sensación de nervios jamás se borrará de mi memoria.
Durante todo el camino, los nervios me acompañaban, mezclados con una expectativa que crecía con cada paso. Por fin íbamos a vernos, por fin iba a tenerte frente a mí. El momento tan esperado había llegado, pero cuanto más me acercaba a ti, más intensa se volvía mi ansiedad.
Entonces, llegó ese mensaje.
En él me decías que ya habías salido de clase, que ya estaba bien que fuera a verte. Como si fuera una bala, ese mensaje atravesó mi corazón, acelerando aún más los latidos que ya sentía descontrolados.
Me armé de valor, despejé mi mente y me dirigí hacia ti. El camino se me hizo eterno, cada paso se sentía como un pequeño abismo que cruzar. Sentía que en cualquier momento mi corazón podría salirse de mi pecho.
Hasta que llegó ese instante.
El momento en el que te vi salir fue como si todas esas emociones se disiparan de golpe, dejando solo una sensación: tranquilidad.
Ese día, no pude evitar fijar mi atención en ti más que en cualquier otra cosa a nuestro alrededor. Pero no me arrepiento de nada, valió totalmente la pena.
Una vez llegué a casa, la emoción seguía vibrando en mi interior. No pude dormir, acababa de verte, acabábamos de tener nuestra primera cita. Era como si estuviera soñando despierto. Esa sensación permaneció conmigo hasta que, finalmente, mis ojos se cerraron y el sueño me alcanzó.