9. EL PRIMER GOLPE

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Hace diez años...

Hoy, al regresar de la escuela, sabía que algo no iba bien. La casa estaba en silencio, un silencio opresivo que se extendía como una sombra. Él estaba sentado en el sofá, su cuerpo robusto y pesado hundiéndose en los cojines más caros de la ciudad. Sus ojos, pequeños y furiosos, me seguían mientras me acercaba.

—Ven aquí —dijo, sin levantar la vista de la televisión. Su tono era cortante, frío como el acero.

Me acerqué lentamente, sintiendo un nudo en el estómago. Mamá y mi hermana no estaban a la vista, probablemente refugiadas en algún rincón de la mansión, evitando la tormenta que se avecinaba.

—Siéntate —ordenó, señalando la butaca frente a él. Me senté, con las manos apretadas en el regazo, tratando de mantener la calma.

—Eres la única solución para sacar a esta familia adelante —continuó, su voz más fuerte ahora—. Tu madre y tu hermana son unas putas inútiles. No hacen nada más que consumir dinero en cosas que no necesitan. Tú eres el único que puede hacer algo útil aquí.

Sentí cómo la ira crecía dentro de mí, una llama que amenazaba con consumir todo a su paso. No podía permitir que hablara así de ellas.

—No es cierto —dije, tratando de mantener mi voz firme—. Mamá trabaja duro todos los días, cosa que tú no haces, y mi hermana es solo una niña. No puedes tratarlas así.

Su cara se enrojeció, los ojos se agrandaron con una furia que apenas podía contener. Se levantó de golpe, y el sofá crujió bajo su peso.

—¿Cómo te atreves a hablarme así? —gritó, y su mano se alzó antes de que pudiera reaccionar. El golpe me derribó de la silla, el dolor estallando en mi mejilla.

Seguidamente me agarro del cuello, estrangulándome y dejándome sin respiración ni habla.

—¡Eres un inútil igual que ellas! —continuó, agarrándome más fuerte.

Cuando pensaba que iba a perder el conocimiento por asfixia me soltó abruptamente para después agarrar un inmueble con agresividad, tirando una lámpara de la mesa y estrellándola contra la pared. Los fragmentos de vidrio cayeron como estrellas rotas a nuestro alrededor. Me levanté con dificultad, los ojos llenos de lágrimas, pero no de dolor físico, sino de impotencia.

—¡No soy un inútil! —grité cuando mi voz volvió, mi voz era temblorosa pero decidida—. Y ellas tampoco lo son. Nos necesitas tanto como nosotros a ti, pero no puedes tratarnos como basura.

Mi padre avanzó hacia mí, sus manos temblando de rabia. Pero algo en mis palabras, o quizás en mi mirada, lo detuvo. Se quedó ahí, respirando pesadamente, con los puños cerrados.

—¿Qué te crees, niñato? —gruñó, sus ojos llenos de una furia contenida—. ¿Que sabes algo de la vida? ¡No sabes una mierda! Tu madre y tu hermana solo sirven para gastar dinero y causar problemas. ¡Y tú, tú solo eres un maldito niño!

—¡No es verdad! —respondí, tratando de no mostrar el miedo que sentía—. Mamá hace lo que puede. Trabaja todo el día y cuida de nosotros. Y mi hermana... ¡Ella es solo una niña! Necesita tiempo para crecer. No puedes tratarlas así, no puedes tratarnos así.

Su rostro se tornó púrpura de ira. Se abalanzó sobre mí, su mano grande y áspera cerrándose en torno a mi brazo como una pinza.

—¡Te lo voy a enseñar, maldito! —bramó, levantándome del suelo con un tirón brutal. Sentí que me arrancaba el brazo del hombro.

Me lanzó contra la pared, y todo el mundo se desvaneció por un segundo en una nube de dolor. Los cuadros se tambalearon y cayeron. El cristal estalló al impactar contra el suelo. El sonido era ensordecedor, un caos de vidrios rotos y gritos.

—¡Eres igual de inútil que ellas! —vociferó, arrojando una silla que se hizo pedazos contra la mesa—. ¡No sirven para nada, solo para complicarme la vida!

Me arrastré, tratando de ponerme de pie, pero otro golpe me derribó. Su pie me alcanzó en las costillas, robándome el aliento. Sentía el dolor arder por todo mi cuerpo, cada respiración era una lucha.

—¡Basta! —grité, aunque mi voz era apenas un susurro entrecortado—. ¡No puedes seguir haciendo esto!

La furia en su rostro se convirtió en algo más oscuro, más peligroso. Se inclinó sobre mí, y por un momento, pensé que iba a matarme.

—¡Cállate! —escupió, levantando el puño de nuevo.

Pero algo en mis ojos, en mi resistencia, lo hizo vacilar. Su mano se quedó en el aire, temblando. Finalmente, dejó caer el brazo, derrotado, y se dio la vuelta. Se tambaleó hacia la puerta, respirando pesadamente.

—No sabes nada... —susurró antes de salir, cerrando la puerta con un estruendo que resonó en toda la casa.

Quedé tirado en el suelo, rodeado de vidrios rotos y muebles destrozados. Cada movimiento me causaba dolor, pero logré levantarme y cojeé hasta mi habitación. Cerré la puerta detrás de mí, y el silencio que me envolvió fue ensordecedor.

Me dejé caer en la cama, el cuerpo temblando de dolor y miedo. Las lágrimas empezaron a caer, primero lentamente, luego en un torrente imparable. Las almohadas se empaparon mientras lloraba en silencio, la impotencia y la desesperación ahogándome.

¿Por qué tenía que ser así? ¿Por qué alguien que se supone que debe protegernos puede ser tan cruel? Mamá, mi hermana, y yo, todos atrapados en este infierno sin salida. No era justo, no debería ser así.

Pero mientras las lágrimas caían, algo dentro de mí empezó a cambiar. Sabía que no podía rendirme. No podía dejar que él destruyera lo poco que quedaba de nosotros. Tenía que encontrar la manera de ser fuerte, no solo por mí, sino por ellas.

En medio del caos, de la desesperación, sentí una chispa de determinación. Podía ser solo un niño, pero tenía el poder de cambiar algo, de proteger a mi familia. No sabía cómo, pero lo haría. Lloré hasta quedarme sin lágrimas, y en ese momento, hice una promesa silenciosa.

No dejaré que esto nos destruya. Seré fuerte, por mamá, por mi hermana, y por mí mismo. Algún día, este dolor será solo un recuerdo, una prueba de nuestra resistencia.

Cerré los ojos, agotado, pero con esa chispa de esperanza aún brillando en mi corazón. Sabía que el camino sería difícil, pero también sabía que, en algún lugar dentro de mí, tenía la fuerza para enfrentarlo.

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⏰ Última actualización: Aug 27 ⏰

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