Annabeth estaba sumida en un sueño profundo, rodeada por la cálida fragancia de la habitación y el suave eco de los momentos compartidos con Percy. Su mente, tranquila y relajada, navegaba por las aguas de un descanso bien merecido. Pero, de repente, esa paz se vio interrumpida por una sensación extraña, una presión que la despertó abruptamente.
Al abrir los ojos, el terror se apoderó de ella. Se dio cuenta de que estaba siendo sujetada con fuerza por varios hombres, sus manos y pies inmovilizados por agarres duros y despiadados. El shock la dejó paralizada por un instante, su respiración se volvió errática mientras intentaba procesar lo que estaba ocurriendo.
La habitación que había sido un refugio de tranquilidad y seguridad hacía solo unos momentos, ahora estaba llena de figuras sombrías, hombres vestidos con túnicas negras que llevaban símbolos religiosos bordados en sus ropas. El fuego de la chimenea, que antes había ofrecido calidez, proyectaba ahora sombras siniestras en las paredes, haciendo que la escena pareciera una pesadilla viviente.
Annabeth intentó liberarse, pero los hombres la sujetaban con una fuerza implacable. Giró la cabeza frenéticamente, buscando una salida, pero cada movimiento era contrarrestado por las manos que la mantenían prisionera. Su corazón latía desbocado en su pecho, y un grito de terror quedó atrapado en su garganta.
Uno de los hombres, que parecía ser el líder del grupo, se acercó a la cama. Su rostro estaba parcialmente oculto por la capucha de su túnica, pero sus ojos azules brillaban con una intensidad fanática que envió un escalofrío por la espina dorsal de Annabeth. El líder se inclinó sobre ella, inspeccionándola con una mirada que hizo que su piel se erizara.
Mientras sus ojos recorrían su cuerpo, su expresión se oscureció. Sus dedos ásperos rozaron los labios de Annabeth, notando la hinchazón que aún quedaba de los besos de Percy. Luego, su mirada bajó por su cuello hasta un rastro de marcas rojas que los besos de Percy habían dejado desde su mandíbula hasta el valle de sus pechos, evidencias de la intimidad que habían compartido esa noche.
En cada centímetro que recorría su mirada evidenciaba más el disgusto de aquel hombre. Finalmente él tomó el borde del camisón que cubría a Annabeth exponiendo sus piernas desnudas, en las cuales también había marcas rojas en sus muslos, signos de la consumación del su matrimonio.
El líder retrocedió de golpe, su rostro contorsionado por una furia salvaje.
—¡La han mancillado! —gritó con rabia, sus palabras resonando en la habitación como un trueno—. ¡Esta mujer, consagrada a los dioses, ha sido profanada!
Los demás hombres murmuraron entre sí, su tono alarmado y cargado de indignación. El líder, sin embargo, no les prestó atención. Sus ojos estaban fijos en Annabeth, llenos de una furia que solo se veía alimentada por la devoción fanática que parecía gobernar sus acciones.
—¡Ella debía ser pura! —continuó, su voz subiendo de tono—. ¡Ahora lo único que podemos hacer es purificarla, intentar salvar lo poco que queda de su alma!
Annabeth, todavía aturdida y aterrorizada, intentó hablar, pero su voz se quebró. Los hombres la sujetaron con más fuerza, como si intentaran contenerla para el inminente ritual que su líder estaba proponiendo. La desesperación se apoderó de ella, y con todas sus fuerzas intentó liberarse, pero era inútil. Estaba completamente inmovilizada, atrapada en las garras de estos fanáticos que estaban dispuestos a hacer lo que fuera necesario para "purificarla".
—¡Llévensela! —ordenó el líder, su voz cortante y autoritaria—. Aprovechemos los disturbios para sacarla del castillo. Nadie se dará cuenta en medio del caos.
Annabeth sintió una ola de pánico absoluto al escuchar esas palabras. Estos hombres habían planeado una distracción, para poder llevar a cabo su retorcido plan sin ser descubiertos.
Con su mente trabajando frenéticamente, Annabeth sabía que tenía que mantenerse despierta y consciente, que no podía rendirse al miedo. Intentó reunir toda la fuerza que le quedaba, sabiendo que la única manera de sobrevivir a este horror era encontrar una forma de resistir, de luchar contra estos hombres que habían invadido su refugio seguro.
Pero el líder no estaba dispuesto a esperar. Con un gesto rápido, los hombres que la sujetaban comenzaron a levantarla de la cama, envolviéndola en una manta para amortiguar cualquier intento de gritar. Annabeth se retorció, tratando de liberarse, pero el agarre de los hombres era demasiado fuerte.
La sacaron de la habitación, moviéndose con rapidez por los pasillos oscuros y poco transitados del castillo. Annabeth pudo ver por las ventanas cómo las llamas y el caos se extendían en la ciudad, confirmando que los disturbios no eran más que una tapadera para el secuestro. Su corazón latía frenéticamente, el terror apoderándose de ella mientras trataba de buscar una forma de escapar.
Finalmente, los hombres la llevaron fuera del castillo, donde los esperaba un carro cubierto. La empujaron adentro sin miramientos, asegurándose de que estuviera bien atada y sin posibilidad de huir. Uno de ellos subió al asiento del conductor y tomó las riendas, azotando los caballos para que comenzaran a moverse rápidamente.
Annabeth, atrapada y aterrorizada, podía sentir el carro moverse a toda velocidad por los caminos oscuros de Atlantis. Sabía que la situación era desesperada, y solo podía rezar para que Percy se diera cuenta de lo que estaba ocurriendo antes de que fuera demasiado tarde. Sin embargo, el líder de los hombres, sentado a su lado, no dejaba de recitar palabras en un idioma antiguo, preparando lo que parecía ser un ritual aterrador.
—Que los dioses tengan piedad de ti —dijo el líder, su voz baja y ominosa—. Porque nosotros haremos lo necesario para salvar tu alma, aunque tu cuerpo no sobreviva.
Annabeth cerró los ojos, sintiendo el frío de la desesperación en su corazón. Pero incluso en medio de su terror, una chispa de determinación comenzó a arder en su interior. Sabía que debía mantenerse fuerte, encontrar una forma de sobrevivir, porque Percy vendría por ella. Tenía que creer que él la encontraría antes de que estos fanáticos llevaran a cabo su plan.
Mientras el carro avanzaba a toda velocidad hacia un destino desconocido, Annabeth se aferró a esa esperanza, sabiendo que su vida dependía de ello.
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El legado de los dioses
FanfictionCuando Percy Jackson, rey de Atlantis, se ve obligado a encontrar una esposa con sangre divina para salvar su reino, descubre a Annabeth, una sacerdotisa del templo de Atenea y hija de la propia diosa. Juntos, enfrentan enemigos que buscan destruir...