Capítulo 3

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El aire en la plaza central estaba cargado de tensión mientras Percy esperaba la llegada de las sacerdotisas. A su alrededor, los aldeanos observaban en silencio, conscientes de la gravedad de la situación. Las sacerdotisas de Atenea eran figuras veneradas en Atlantis, consideradas intocables y sagradas. Su presencia en una prueba tan mundana era inaudita, pero la desesperación del reino había llevado a Percy a romper con las tradiciones.

Finalmente, las siete jóvenes aparecieron en la plaza, escoltadas por un grupo de sacerdotes. Iban vestidas con túnicas blancas inmaculadas, sus cabezas cubiertas por velos que ocultaban sus rostros en sombras. Sus pasos eran lentos y ceremoniosos, como si caminaran hacia un altar en lugar de hacia una prueba.

Percy las observó con una mezcla de esperanza y preocupación. Sabía que si alguna de ellas tenía la sangre dorada, enfrentaría una batalla cuesta arriba para llevarla consigo, pero el futuro de Atlantis estaba en juego. No podía permitirse dejar ninguna opción sin explorar.

Hazel se adelantó, sosteniendo de nuevo el pequeño cuchillo ceremonial. Su expresión era serena, pero sus ojos dorados brillaban con una intensidad inusual. Sabía lo delicada que era esta situación, y también sabía que debía manejarla con el mayor cuidado posible.

La primera sacerdotisa fue llamada. Con movimientos lentos y controlados, extendió su mano hacia Hazel. La hechicera hizo un pequeño corte en su palma, y ambas esperaron. La sangre que brotó fue roja, sin rastro alguno de icor dorado. La sacerdotisa fue apartada con suavidad, y la siguiente fue llamada.

Una a una, las sacerdotisas pasaron por la prueba. Cada vez, la misma decepción: sangre roja, ninguna señal de la pureza divina que Percy buscaba. A medida que la prueba avanzaba, Percy sentía que el peso de la desesperación se hacía más fuerte en su pecho. Las sacerdotisas eran su última esperanza, y parecía que incluso esa esperanza se estaba desvaneciendo.

Finalmente, solo quedaba una mujer. La séptima sacerdotisa se adelantó con pasos lentos, su túnica blanca ondeando suavemente con la brisa. Hazel repitió el proceso con la misma precisión, haciendo un pequeño corte en su palma. Percy observaba con atención, conteniendo el aliento. Sin embargo, cuando la sangre brotó, también era roja.

Percy sintió que su última chispa de esperanza se extinguía. Había sido en vano.

Pero antes de que la sacerdotisa pudiera apartarse, Hazel frunció el ceño, su mirada fijándose en la sangre que aún goteaba de la palma de la mujer. Una expresión de concentración intensa cruzó por su rostro mientras murmuraba unas palabras en un idioma antiguo, dejando que su magia fluyera a través de sus manos.

Percy, al notar el cambio en Hazel, se acercó rápidamente.

—¿Qué sucede? —preguntó en voz baja.

Hazel no respondió de inmediato, sus ojos dorados brillaban con una luz sobrenatural mientras continuaba su encantamiento. Finalmente, levantó la mirada hacia Percy, sus ojos llenos de una mezcla de incredulidad y furia.

—Esta mujer... no es quien dice ser —dijo Hazel, su voz cargada de acusación—. No es una sacerdotisa.

El murmullo entre los aldeanos creció en intensidad, y los sacerdotes que habían acompañado a las jóvenes comenzaron a intercambiar miradas nerviosas. Percy frunció el ceño, confundido.

—¿Qué quieres decir? —preguntó, aunque una sospecha ya empezaba a formarse en su mente.

Hazel se giró hacia la mujer, cuyo rostro estaba ahora pálido de terror.

—Este encantamiento revela la verdad sobre aquellos que toco —dijo Hazel, su voz resonando en la plaza—. Esta mujer ha sido madre. Es imposible que sea una sacerdotisa de Atenea. Alguien ha intentado engañarnos.

El impacto de sus palabras fue inmediato. Los murmullos se convirtieron en un murmullo fuerte, y los ojos de todos se volvieron hacia la supuesta sacerdotisa. Percy sintió un torrente de ira creciendo dentro de él. Si esta mujer no era la séptima sacerdotisa, ¿dónde estaba la verdadera? ¿Qué estaban ocultando los sacerdotes?

Percy se volvió hacia los sacerdotes que se habían quedado en la periferia, sus ojos verdes ardiendo de indignación.

—¿Dónde está la verdadera séptima sacerdotisa? —preguntó, su voz baja pero cargada de peligro.

Los sacerdotes intercambiaron miradas nerviosas, pero ninguno se atrevió a hablar. Percy avanzó un paso, su presencia imponente.

—¿Dónde está? —repitió, esta vez con más fuerza.

Finalmente, uno de los sacerdotes, un hombre mayor con una larga barba blanca, dio un paso adelante, su rostro lleno de miedo y remordimiento.

—Majestad, por favor... no es lo que parece —comenzó, pero Percy lo interrumpió.

—¿No es lo que parece? —su voz cortó el aire como un cuchillo—. Han intentado engañar a su rey, han traicionado a su reino. ¿Dónde está la séptima sacerdotisa?

El sacerdote bajó la cabeza, derrotado.

—La verdadera séptima sacerdotisa... está escondida en el templo —confesó finalmente—. No queríamos que fuera sometida a la prueba, majestad. Ella... ella es especial. Creemos que su destino está ligado a los dioses, no a los hombres.

Percy apretó los puños, luchando por contener su furia. Sabía que la situación era mucho más complicada de lo que había anticipado, pero no podía permitir que el engaño quedara impune.

—Llévenme a ella —ordenó con voz firme—. Ahora.

Los sacerdotes, temblando de miedo, asintieron y comenzaron a guiar a Percy y su séquito hacia el templo. Mientras caminaban, Percy se volvió hacia Hazel.

—Nos han estado ocultando algo importante —dijo en voz baja—. Si esa joven es tan especial como dicen, es posible que tenga la sangre que necesitamos. Pero debemos estar preparados para lo que venga después.

Hazel asintió, comprendiendo la gravedad de la situación.

—Lo sé, majestad. Pero pase lo que pase, debemos asegurarnos de que la verdadera sacerdotisa sea encontrada. Atlantis depende de ello.

Mientras se acercaban al templo, Percy no podía evitar sentir una mezcla de esperanza y temor. Sabía que encontrar a la verdadera séptima sacerdotisa podría ser la respuesta a sus plegarias, pero también entendía que arrancarla de su destino sagrado podría desatar un conflicto con los propios dioses.

El futuro de Atlantis pendía de un hilo, y Percy estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para proteger su reino, incluso si eso significaba enfrentarse a las fuerzas más poderosas que existían.

El legado de los diosesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora