A la mañana siguiente, los primeros rayos del sol se filtraban a través de las copas de los árboles, iluminando la vieja posada donde Percy, Annabeth y su séquito habían pasado la noche. Percy se despertó temprano, su mente aún inquieta por los eventos de la noche anterior y por las visiones que Annabeth había compartido con él. Después de vestirse y asegurarse de que todo estaba en orden, salió de la habitación junto a Annabeth, dispuesto a retomar el viaje hacia la capital de Atlantis.
Mientras caminaban hacia los caballos, Percy notó que algunos de los soldados les lanzaban miradas curiosas y, en algunos casos, casi burlonas. Era un comportamiento extraño para su tropa, normalmente disciplinada y respetuosa. Algo no estaba bien, pero Percy intentó ignorarlo mientras se concentraba en ayudar a Annabeth a subir a su caballo.
Sin embargo, cuando se acercó para darle la mano a Annabeth, su oído captó un murmullo procedente de un grupo de guardias que se encontraban cerca. Las palabras que escuchó lo hicieron detenerse en seco.
—Mírala, parece que no durmió —murmuró uno de los guardias, su tono burlón mientras observaba a Annabeth.
Otro guardia se rió por lo bajo y añadió:
—Seguro que el rey no la dejó. ¿Acaso no escuchaste sus gritos? —rio—. Hernán pensó que la estaban atacando.
Una risa sofocada se escapó de uno de los guardias mientras respondía:
—Pues sí que la estaban atacando, pero no culpemos al rey. Llevamos mucho en este viaje y ella es hermosa... yo tampoco me habría aguantado las ganas.
Percy sintió que su sangre comenzaba a hervir, pero antes de que pudiera girarse para enfrentar a los guardias, escuchó otro comentario que lo enfureció aún más.
—No creí que la virginidad de la sacerdotisa fuese a durar tan poco en manos del rey. ¿Crees que los dioses nos castiguen por eso?
Otro guardia, sin perder el tono burlón, añadió:
—A lo mejor hoy no solo vamos a custodiar a la futura reina, quizá también ya llevamos al futuro heredero —murmuró el primero con una risita.
Eso fue suficiente. Percy sintió una ira abrasadora subir por su pecho, sus puños se apretaron con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos. El tono burlón y las insinuaciones de los guardias eran inaceptables, no solo porque mancillaban la reputación de Annabeth, sino porque mostraban una falta total de respeto hacia ambos.
Sin pensarlo dos veces, Percy giró bruscamente sobre sus talones y se acercó a grandes zancadas hacia el guardia que había hecho el último comentario. Antes de que cualquiera de los soldados pudiera reaccionar, Percy soltó un puñetazo directo al rostro del guardia, quien no tuvo tiempo de defenderse. El impacto fue brutal; el guardia cayó al suelo con un gemido, llevándose las manos a la cara ensangrentada.
El resto de los soldados se quedó paralizado, el silencio cayendo sobre el grupo como una losa. Percy se quedó de pie, su mirada dura y su respiración pesada, mientras observaba cómo el guardia herido intentaba incorporarse, aturdido por el golpe.
—Escúchame bien —dijo Percy, su voz tan fría y mortal como el acero de su espada—. No toleraré ninguna falta de respeto hacia Annabeth, su futura reina. Cualquiera de ustedes que vuelva a hablar de ella de esa manera, o insinúe algo tan vulgar, se enfrentará a algo mucho peor que esto.
Sus palabras resonaron en el aire, y los guardias que habían estado murmurando antes tragaron saliva, asustados por la furia que veían en los ojos de su rey.
—¿Está claro? —rugió Percy, lanzando una mirada que prometía consecuencias severas.
Los guardias asintieron rápidamente, sus rostros pálidos de miedo y arrepentimiento. Ninguno de ellos se atrevió a hablar, y mucho menos a replicar.
—Sí, majestad —murmuraron, casi al unísono, con voces temblorosas.
Percy los observó por un momento más, asegurándose de que comprendieran la gravedad de sus palabras. Luego, sin decir nada más, se dio la vuelta y regresó hacia Annabeth, que lo había observado todo desde su posición cerca de los caballos.
Cuando llegó junto a ella, Annabeth lo miró con una mezcla de preocupación y calma.
—¿Todo bien? —preguntó, aunque sabía la respuesta al ver la tensión en su mandíbula.
Percy tomó aire profundamente, intentando calmar la ira que aún bullía dentro de él. Asintió lentamente antes de hablar.
—Todo bien, ahora —dijo, su tono más suave mientras le ofrecía la mano para ayudarla a subir al caballo—. Solo tenía que aclarar algunos asuntos.
Annabeth aceptó su ayuda, montando el caballo con gracia. Después Percy montó su propio caballo, y mientras ambos se preparaban para retomar el viaje, notó que la atmósfera entre los guardias había cambiado. Había una mezcla de respeto y temor en sus miradas, y Percy sabía que su mensaje había sido recibido con claridad.
Con una última mirada a Annabeth, Percy hizo una señal para que el grupo avanzara. Mientras los caballos comenzaban a moverse, Percy mantuvo su postura firme y su expresión decidida. Había mucho en juego, y no permitiría que nada, ni siquiera los rumores y las habladurías, se interpusieran en su camino.
Sabía que el viaje sería largo y difícil. Y mientras cabalgaban hacia el horizonte, Percy se aseguró de que su guardia entendiera una cosa: el respeto hacia la futura reina no era opcional. Era una demanda absoluta, y cualquier infracción sería tratada con la mayor severidad.
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El legado de los dioses
Fiksi PenggemarCuando Percy Jackson, rey de Atlantis, se ve obligado a encontrar una esposa con sangre divina para salvar su reino, descubre a Annabeth, una sacerdotisa del templo de Atenea y hija de la propia diosa. Juntos, enfrentan enemigos que buscan destruir...