Capítulo 30

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Diez meses habían pasado desde el nacimiento de Athan, y el palacio de Atlantis se había llenado de una nueva luz desde el día en que llegó al mundo. La paz había reinado en esos meses, una calma tan necesaria después de todo lo que Percy y Annabeth habían atravesado para llegar hasta ese momento. El pequeño Athan, con sus ojos verdes brillantes y su risa contagiosa, se había convertido en el centro del universo de sus padres, trayendo consigo una alegría que nadie había anticipado en toda su magnitud.

Era una tarde tranquila, y el sol comenzaba a descender, bañando los jardines del palacio con su cálida luz dorada. Annabeth estaba sentada en una cómoda manta extendida sobre el césped, rodeada por flores que movían suavemente sus pétalos al ritmo de la brisa. Athan, con su cabello rubio en mechones suaves que caían sobre su frente, estaba sentado en su regazo, jugando con un pequeño juguete de madera que Percy había tallado para él.

Annabeth sonreía mientras observaba a su hijo, sus pequeñas manos explorando el juguete con curiosidad. La risa suave y despreocupada de Athan llenaba el aire, una música que Annabeth nunca se cansaba de escuchar. Mientras lo observaba, una sensación de calidez y satisfacción la envolvió, y no pudo evitar perderse en sus pensamientos.

Había crecido con la idea de que su vida seguiría un camino muy diferente. Como hija de Atenea, siempre había creído que estaba destinada a servir a los dioses de una manera distinta, a dedicarse al conocimiento y a una vida religiosa. La idea de la maternidad había sido algo que no debía ser parte de su destino. Su vida había estado encaminada hacia la grandeza de la mente y la acción, no hacia la crianza de un niño.

Y sin embargo, aquí estaba, siendo la madre de Athan, y amando cada momento de ello con una intensidad que nunca había imaginado posible.

Mientras Athan balbuceaba y jugaba, Annabeth acarició suavemente su cabello, su corazón lleno de un amor profundo e incondicional. Recordó los momentos de duda, de incertidumbre, cuando se preguntaba si sería capaz de ser madre.

Pero esos pensamientos ahora parecían lejanos, irrelevantes frente a la realidad que vivía día a día. Ser madre de Athan no había sido una renuncia a sus ideales o a su fuerza; al contrario, había descubierto que la maternidad la hacía más fuerte, más sabia, más completa. Era como si todos los aspectos de su vida, toda la preparación, el conocimiento, la valentía que había acumulado, se hubieran reunido en este rol, en la creación y crianza de una vida que era parte de ella y de Percy.

Athan soltó una risita cuando el juguete de madera hizo un sonido al caer, y Annabeth se rió suavemente, levantándolo de nuevo para entregárselo. El niño la miró con esos grandes ojos verdes, tan parecidos a los de Percy, y Annabeth sintió una ola de amor abrumadora que la hizo inclinarse para besar su pequeña frente.

—Eres mi mayor alegría, Athan —susurró, mientras lo acunaba suavemente—. Nunca imaginé que ser madre podría ser tan maravilloso, pero tú has cambiado todo. Me has hecho descubrir un amor que no sabía que existía.

Athan levantó una mano regordeta para tocar el rostro de Annabeth, y ella cerró los ojos por un momento, disfrutando de la pureza de ese gesto. Su hijo, su pequeño Athan, era la personificación de todo lo bueno que ella y Percy habían creado juntos. Era su legado, su esperanza, y ella se sentía increíblemente afortunada de poder guiarlo, de poder enseñarle, y de poder amarlo con todo su ser.

Annabeth abrió los ojos y miró hacia el palacio, donde sabía que Percy estaba ocupado con sus deberes como rey, pero que siempre encontraba un momento para unirse a ellos en estos momentos de paz. La vida que habían construido juntos era más de lo que ella había esperado, más de lo que había soñado en sus días más oscuros. Y en ese momento, bajo el cálido sol de la tarde, rodeada por la naturaleza y con su hijo en sus brazos, Annabeth sintió una paz y una gratitud que llenaron cada rincón de su corazón.

Athan se movió en su regazo, y Annabeth lo alzó en el aire, riendo con él mientras lo hacía girar suavemente. El sonido de su risa se mezcló con el susurro del viento y el canto de los pájaros, creando una sinfonía que parecía bendecir ese instante.

—Te prometo, Athan —dijo Annabeth mientras lo bajaba para abrazarlo de nuevo—, que siempre estaré aquí para ti, para protegerte, guiarte y amarte. No hay nada en este mundo que me haga más feliz que ser tu madre.

Athan balbuceó una respuesta en su lenguaje de bebé, que para Annabeth sonó como la promesa de que también la amaba, de la manera pura y sencilla que solo un niño puede. Ella lo abrazó con fuerza, sintiendo el latido de su pequeño corazón contra su pecho, y en ese abrazo encontró la confirmación de que, aunque la vida había tomado un rumbo inesperado, era exactamente donde debía estar.

Mientras el sol continuaba su descenso, pintando el cielo con tonos de oro y rosa, Annabeth se permitió disfrutar de ese momento, consciente de que estos primeros años con Athan eran preciosos e irrepetibles. Ser madre no era lo que había imaginado para su vida, pero era, sin duda, el mayor regalo que había recibido. Y con Athan en sus brazos, sabía que cada sacrificio, cada decisión, había valido la pena.

El legado de los diosesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora