Wonbin dio vueltas y vueltas en la cama, incapaz de dormir. En parte era ansiedad, pero sobre todo era su curiosidad. La explicación de Jung no lo hizo sentir satisfecho. Tenía tantas preguntas ahora, su cerebro incapaz de apagarse.
Alrededor de la medianoche, se dio por vencido y se levantó de la cama.
La casa estaba tranquila y oscura. Las ventanas estaban abiertas de par en par, trayendo el dulce olor de las flores del jardín. Wonbin caminó hacia la terraza que había visto cuando llegaron y empujó la puerta para abrirla.
Salió y respiró profundamente, apoyándose contra la pared.
Había algo en el aroma del aire italiano que le hacía querer quedarse fuera y contemplar las estrellas. Tal vez solo extrañaba estar en el campo. Apenas había salido de Boston en una década, y cuando lo hacía, siempre era por trabajo.
Un sonido lo sacó de sus pensamientos. Frunciendo el ceño, Wonbin miró hacia él antes de dirigirse lentamente en esa dirección. Dio la vuelta a la casa y vio un gran estanque.
Estaba bien iluminado a pesar de la hora, y había alguien allí. Un hombre nadaba en él con brazadas fuertes y seguras, atravesando el agua hasta que se volteó sobre su espalda.
Las luces iluminaron sus anchos hombros bronceados por el sol y su musculoso pecho, rostro anguloso y cabello negro.
El estómago de Wonbin se contrajo.
Dio un paso atrás detrás del grueso roble, no queriendo ser visto, no queriendo que lo sorprendieran espiando. Pero no podía obligarse a irse por completo. Observó a Anton flotar en el agua, su gran cuerpo relajado como el de una pantera.
Ahora que sabía qué buscar, Wonbin podía ver lo que Jung quería decir acerca de que Anton no era completamente italiano. Algo en sus ojos, la áspera curva de sus cejas oscuras y su fuerte estructura facial le recordaban a esos despiadados sultanes otomanos de la serie de televisión turca que tanto le gustaba ver a su madre. Esto le daba al rostro de Anton tanta fuerza y carácter, haciéndolo más llamativo que el rostro más convencionalmente atractivo de Jung.