Capítulo 4

11 6 1
                                    

El Palacio de Buckingham siempre ha sido un lugar inmenso, sobre todo para estos sencillos esposos que toda su vida han vivido en una pequeña casa, seguramente había decenas de habitaciones en ese lugar, un sinnúmero de servidores y quizás muchos niños más, lo que serviría para que tanto los esposos y la recién nacida fuesen desapercibidos en el palacio... Pensaba Mary Elizabeth.

– Charles Michael. No vamos a protagonizar o querer estar cerca de la familia real, te lo pido de todo corazón antes de que lleguemos porque he escuchado que este ambiente es muy complicado – le decía Elizabeth a su esposo mientras se acercaban al palacio – Haré lo posible para que tanto mi hija como yo estemos al margen de todo – continuó con un tono muy expresivo.

– Los hijos de Su Majestad, los príncipes, sabes... Ellos son unos pequeños también. ¿Te imaginas que le tomen cariño a la pequeña Clara? – decía Charles a su esposa con un tono irónico y queriéndose burlar de su esposa – A lo mejor alguno de los príncipes en un futuro quiera cortejarla.

A todo esto respondió la mujer con un gran ceño fruncido y sacando su lengua, como si se tratase de una discusión de niños. Aunque sentía nervios, en el fondo siempre había soñado con llegar a la realeza.

Imponente se vislumbraba a la distancia el palacio y los Terry ya se imaginaban una vida de trabajo evidentemente, pero al margen de la familia real, sin saber ellos que sería casi imposible mantenerse al margen y menos con la criatura que llevaban. Aun así, la disposición y deseo por iniciar una nueva vida seguían intactos.

Al llegar al palacio, los Terry observaron de inmediato la presencia del rey en los jardines, quien igualmente les observó y se dirigió a recibirles con amabilidad.

– ¡Majestad! – exclamó Elizabeth postrándose.

– Anda mujer, levántate de allí que traes una criatura. Mírate, eres la viva imagen de tus padres – expresó el rey mientras levantaba a la mujer – Vengan conmigo, personalmente les enseñare el palacio y les conduciré hacia su sitio de estancia.

Detalladamente y como si se tratara de algún guía turístico, el mismísimo rey Jorge V del Reino Unido le enseñó cada parte del palacio a los esposos, gesto realizado con amabilidad y la mayor atención posible pues el deseo era hacer sentir acogidos a los Terry. Luego de unos minutos se dirigieron hacia un gran pasillo en donde se encontraban las habitaciones de los servidores, entre esas la que ocuparían el sastre y los suyos.

El rey abrió una de las habitaciones y el asombro de los esposos les dejó mudos. Era la habitación más grande que nunca habían visto, una cama tan grande que ni siquiera uniendo las de su casa podrían igualarla, un pequeño despacho para que Charles trabajara, una cuna bañada en oro para la pequeña Clara y juguetes, un telar para Elizabeth, un baño con tina y un espejo inmenso y una ventana grande para que la luz del sol les iluminase. Se miraban anonadados pensando que una sola habitación era del tamaño de toda su casa.

– Adelante por favor, no se queden allí como estatuas – comentó el rey invitando a entrar a la habitación – De ante mano disculpen cualquier cosa que les falte y no duden en pedirla.

Los Terry, al ingresar en la habitación comprendieron que su vida ahora había dado un giro total y por ende debían tratar de adaptarse de la mejor manera a este estilo de vida diferente al del Covent. Naturalmente fue un proceso complicado, no era fácil dejar a los hijos, amigos y pasar a vivir al palacio con tanto protocolo que se hacía necesario, pero siempre con amor los esposos hacían el esfuerzo por encajar.

Charles Michael, como se esperaba trabajó desde el palacio, tomando los fines de semana para dirigirse a su taller y pedir a sus compañeros algunos retoques o ayudas con su trabajo, eran sus auxiliares. Por su parte, Mary Elizabeth se dedicaba a los deberes del jardín o cuidando a los príncipes, sin descuidar a la pequeña Clara, quién vivió sus primeras experiencias dentro de la realeza.

Esta aparente comodidad le trajo muchos inconvenientes a los esposos con los demás empleados que sentían celos y molestia al ver como los nuevos del palacio tenían más comodidad o libertad que ellos que llevaban más tiempo allí. Tiempos de trabajo, pero a la vez difíciles para esta humilde familia que aunque no pretendían tener amigos en el lugar, tampoco deseaban no ser queridos por sus compañeros.

– Ya no soporto más esta situación – le expresó cierta noche la esposa a su amado.

– Pierde cuidado Eliza, desde el inicio sabíamos que no tendríamos amigos y que todo esto sería muy duro. Lo importante es que cada mes logramos enviar dinero a los niños y que Clara es feliz aquí jugando con los príncipes – respondió este con semblante tranquilo.

Clara ya tenía tres años y era muy querida por la familia real, era tratada por el rey como una princesa más, lo que aumentaba la preocupación de Elizabeth, quien temía que los demás servidores le hiciesen algo a la bella niña por envidia u odio hacia ellos.

Así, entre las amabilidades de la realeza y los desprecios de los servidores, entre los trabajos arduos de Charles y el amor de Elizabeth a las plantas transcurrieron los días, meses, años; la pequeña Clara disfrutaba de las atenciones y juegos de los príncipes así como del amor que nunca le faltaba de sus padres a pesar de sus trabajos.

Por su parte, los reyes se sentían conformes con el trabajo de Charles, quien no daba signos de cansancio o de incomodidad alguna, al contrario, cada vez mostraba más dedicación y creatividad a la hora de hacer los trajes de la realeza, mismos que eran admirados y halagados en cada fiesta o invitación que tenía la familia por fuera de su residencia. Sin duda alguna era el sastre elegido para la corte.

La Chica De La Gabardina AzulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora