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El inicio de las auroras:

Lujuria dolorosa, con dos tripas suplicantes,
se desgarran en el espejo.

Estas felices vacaciones...
no hay motivación
para sostenerme recta.

Históricamente, a las mujeres se nos ha concedido poca credibilidad cuando se trata de violencia. Menos aún cuando la ejercemos. Le llaman accidente, tropiezo, "inocencia corrompida". Nombres suaves para horrores verdaderos. Nos infantilizan incluso en el crimen. Nos despojan de agencia, de voluntad. Como si no fuéramos capaces de elegir. Como si toda violencia que sale de una mujer fuera un error, nunca un acto deliberado.

Y, sin embargo, algunas de nosotras sí supimos elegir. Elegimos el caos. Elegimos el filo. Lo digo claro: nosotras.

El homicidio femenino nunca fue creíble para la sociedad.
Y eso fue, para mí, una ventaja.
Un chiste sin gracia, sí. Pero ventaja al fin.

Una grieta en el sistema.
Una oportunidad para moverme por dentro como termita.

Porque nadie espera que una mujer sea cruel.
Nadie quiere imaginar que una niña pueda mentir con los ojos vidriosos de ternura.

Ese hueco en el juicio ajeno me hizo invisible.
Y la invisibilidad, si se entrena bien, es un superpoder.

La feminidad siempre fue vendida como sinónimo de pureza, obediencia, mansedumbre. Nos enseñaron a hablar bajito, a cerrar las piernas, a limpiar la sangre sin hacer preguntas. Desde pequeñas se nos entrena para la aceptación, no para el conflicto. La ira está reservada para los hombres; a nosotras nos toca el llanto contenido, la culpa, la sonrisa que disimula la náusea.

Pero, ¿qué significa en verdad ser mujer?

Limpia. Pudorosa. Hogareña.
Eso decían.

Y sin embargo, toda semilla, aún la más delicada, puede convertirse en espina. Toda bondad maltratada se pudre. Se deforma. La moral no es una línea recta. Es un pantano. Un terreno movedizo entre el bien que se espera y el mal que se oculta.

A veces me pregunto:
¿acaso nacemos buenas?
¿O es el mundo quien nos rompe, trozo a trozo?

Recuerdo que, cuando era niña, mentía en el confesionario. Lo hacía cada domingo, después de misa. No por placer, sino por protección. Mentía sobre cosas pequeñas —el pan, la casa, el padrastro—, pero también sobre cosas que no entendía del todo.

A veces, mientras el cura hablaba, yo me preguntaba por qué debía contarle mis pensamientos a un hombre con sotana, que se entretenía pellizcando mejillas y preguntando cosas que me parecían innecesarias. Si Dios lo ve todo, ¿para qué repetirlo en voz alta? ¿Por qué hablar si el cielo ya lo sabe?

Pero nunca dije eso.
Habría sido un pecado imperdonable.
Y ya tenía suficientes.

Mis pecados eran suaves, invisibles, como yo.
Decir que en casa éramos felices. Que mamá siempre sonreía. Que Clark era bueno. Que comíamos pan. Que todo iba bien.

El confesionario era un teatro.
Y yo era buena actriz.

Después, en el grupo de catecismo, compartíamos nuestras pequeñas farsas como caramelos. Rebeca Jones comentó una vez lo insistente que era el padre con preguntas sobre su hermana. Decía que siempre le preguntaba:

—¿Sigue intacta la pureza en tu familia?

Aquella frase me taladró la cabeza durante años.
¿Qué era la pureza, en primer lugar?

Nací en el verano de 1958, el mismo año en que detonó la bomba atómica Redwood. Una coincidencia que hoy me parece irónica, pero que para mi madre fue señal de una tragedia anunciada. Una más. Como tantas otras que se callan y se barren bajo la alfombra familiar.

Aun así, crecí con un techo sobre la cabeza.
Un techo rajado, húmedo, mohoso. Pero techo al fin.

Las paredes respiraban un aire espeso. Olían a encierro. A agua estancada. Por más que mi madre fregara, desinfectara, rezara... la podredumbre regresaba. Aquella casa estaba viva, y lo que respiraba era miedo.

Agradezco que los servicios sociales no nos separaran.
Lo único peor que vivir allí... habría sido vivir sin ella.

Pero tampoco se podía hablar de lo feo. Lo desagradable se tragaba en silencio. Los golpes se limpiaban. Las lágrimas no se lloraban en voz alta.

Clark se encargaba de que aprendiéramos rápido.

Mi padrastro repetía con orgullo:
—Somos afortunados. Tenemos techo.

Lo decía como quien recita un versículo. Con solemnidad.
Pero para mí, su voz era el prólogo de la asfixia.

No recuerdo con claridad cuándo llegó a nuestras vidas. Pero desde que estuvo, se hizo imposible ignorarlo. Clark era un hombre que dejaba huella. Y no me refiero a las emocionales. Me refiero a las otras.

Mi madre asentía a todo lo que decía.
Y yo... yo me dedicaba a limpiar su sangre cada fin de semana. Las hemorragias eran frecuentes. Inexplicables.
Pero nadie preguntaba.

Clark era oriundo de Austin, Texas.
Un sureño. Un charlatán.

Tenía sueños de grandeza: una fábrica de materiales de construcción, decía. Hablaba de herramientas con el fervor de un predicador. Pero no sabía de negocios. Perdía dinero como quien pierde tiempo: sin darse cuenta.

La ruina llegó pronto.
Nos alimentábamos con lo justo: carne enlatada, col hervida, habichuelas.
Y cuando no había comida, había oración.

Tuve que dejar la escuela cuando mi cuerpo empezó a delatar el hambre.
Pesaba casi diez libras menos de lo que debía.

Nunca fui popular. Ni bonita. Ni brillante. Pero tenía amigas.
Hasta que me quedé sin clases, sin recreos, sin tardes.

Entonces mi madre se convirtió en mi mundo.
Ella era la razón por la que me despertaba cada mañana.

Y por las noches... venía Clark.

Hay recuerdos que no se borran.
Se quedan. Encapsulados. Intactos.

Con el tiempo aprendí a asociar a Clark con el dolor de estómago. Cada vez que sus pasos resonaban en el porche, mi cuerpo lo sentía antes que mi mente.

Las náuseas no mienten.

Clark se sentaba a gritarle a la radio.
Hablaba de negros, de mujeres, de cómo el país se estaba yendo al carajo.
Se creía dueño de la verdad.

Por eso, a los ocho años ya sabía cocinar.
No quemaba el pollo. Lavaba sus corbatas.
Lustraba los zapatos que no eran míos.

Nunca me pregunté si todo eso estaba bien o mal.
La neutralidad era mi salvavidas.

A veces Clark llegaba oliendo raro. Más fuerte que cualquier perfume. Balbuceaba. Se desplomaba en el sofá. Dormía hasta el día siguiente.
Esas noches eran benditas.

Durante el día, al menos, había silencio.
Trabajaba en una fábrica. Algo con telas.
Regresaba oliendo a hollín y a cansancio.
Tosía. A veces escupía sangre.

Ese olor...
no se parecía en nada al de mi madre.
Ella olía a pan tibio. A flor cortada.

Clark, en cambio, olía a final.

Yo los imaginaba como un cuento mal narrado:
una princesa atrapada
y un sapo que nunca quiso ser príncipe.

FLORAL RETURN.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora