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Buscando huellas;

El tiempo, de alguna manera, tenía la capacidad de transformarlo todo, de descomponer las piezas rotas y ordenarlas en algo que ni siquiera yo podía reconocer como mi vida. Habían pasado meses desde aquel primer encuentro con la desesperación absoluta, y no sabía si lo que sentía ahora era un remanente de ese dolor o una nueva forma de sufrir. Todo lo que sabía era que, ahora, los momentos de calma me resultaban extraños. La quietud era algo más que solo un vacío. Se sentía como una opresión en el pecho, una presencia invisible que me ahogaba lentamente, como si cada segundo de silencio fuera una eternidad sin respuesta.

En aquellos días oscuros, mi vida había comenzado a desprenderse del mundo exterior. Ya no necesitaba la aprobación de los demás, ni sus gestos de compasión que siempre sabían a lástima. El cariño de los otros me resultaba más una carga que un alivio. En lugar de necesitar abrazos, lo que quería era el control, el poder de hacer que todo a mi alrededor se callara. Que mis pensamientos no fueran un torbellino de angustia. Que la vida no siguiera golpeándome con su indiferencia.

Es curioso cómo, cuando te encuentras tan cerca de la oscuridad, te atreves a mirar más allá. El miedo ya no te paraliza, porque te has acostumbrado tanto a vivir con él que es como un viejo amigo. El poder que antes me parecía ajeno, que se veía tan distante, ahora se volvía lo único que deseaba con todo mi ser. El poder de decidir, de estar en control de lo que pasaba a mi alrededor, de las situaciones que me aplastaban.

Antes, el sufrimiento me parecía algo a lo que inevitablemente debía someterme, como una ley no escrita de la vida. Pero ahora, el sufrimiento era solo el trampolín para algo más grande, algo que yo podía manejar, algo que debía manejar. Pensaba en el dolor como un medio para llegar a ese control, como si mi capacidad para soportarlo fuera una señal de que podía tomar el mando sobre mi propio destino. Porque, en el fondo, ese deseo no era solo escapar del dolor. Era escapar de la impotencia.

Cada noche, cuando me sumergía en la somnolencia provocada por las pastillas, la sensación era la de estar en un limbo. No era ni realmente despierta ni completamente dormida. Era como un espacio intermedio, donde mi mente podía pensar con una claridad aterradora. Durante esas horas de semi-desconexión, no pensaba en el futuro. No pensaba en la muerte, ni en el suicidio, ni en escapar. Pensaba en cómo todo lo que me rodeaba era manejable, si tan solo yo tuviera la voluntad de tomar las riendas. No importaba que estuviera tan rota, tan perdida en mi cabeza. La voluntad, la necesidad, era lo único que me mantenía con vida, aunque la vida que llevaba no fuera más que una existencia sombría.

Lo que me aterraba no era el dolor físico, aunque las cicatrices en mi piel seguían siendo un recordatorio cruel de mi sufrimiento. Lo que me aterraba era la idea de seguir viviendo sin poder hacer nada al respecto. Estar atrapada en una espiral de pasividad, viendo cómo el mundo pasaba sin que yo tuviera ningún control sobre él. Y allí, en la quietud de la madrugada, mis pensamientos se volvían más oscuros, más voraces. Sentía que, si no tomaba el control ahora, lo perdería para siempre. No solo sobre mi vida, sino sobre mi existencia misma.

Mis manos, esas que siempre temblaban, ahora se volvían una extensión de mis deseos más oscuros. El tacto de la rata muerta, los restos de su cuerpo descompuesto, se mezclaban con la idea creciente de que yo también podía ser destrucción. Si podía controlar algo tan pequeño, tan insignificante, tal vez pudiera hacer lo mismo con las cosas grandes, las cosas que me atormentaban. Quizás, el verdadero poder residía en el acto de descomponer, de destruir. La idea de quebrar algo, de verlo desmoronarse bajo mi voluntad, me producía una extraña satisfacción, una liberación temporal de las cadenas que me ataban al dolor.

Y es que, en el fondo, el control no era solo una cuestión de dominio sobre los demás. Era una manera de silenciar todo lo que me perturba, de apagar la constante tormenta en mi cabeza. Si podía controlar el mundo a través del dolor, si podía convertir mi sufrimiento en una forma de poder, entonces quizás podría finalmente descansar. No de forma literal, por supuesto, sino en una especie de liberación que solo los que han tocado el fondo de la desesperación pueden entender.

Pero incluso al desear tanto ese control, una parte de mí sabía que aún no podía tomarlo por completo. Quizás, el primer paso era entender que no podía salvarme a mí misma. No quería salvación. Quería destrucción. La destrucción de mi dolor, la destrucción de la cárcel que se había formado alrededor de mi corazón. La necesidad de ver a Clark sufrir como yo había sufrido, como el hombre que arruinó todo lo que alguna vez podría haber sido. Era el poder de sentir que él, finalmente, estaba a merced de mis decisiones, de mi voluntad.

El fuego que ardía en mi pecho no era solo el fuego de la rabia, sino el fuego de la necesidad. La necesidad de mandar. La necesidad de ser la que decidiera cuándo todo debía acabar. Ya no importaba si era yo quien pagaba el precio, si el precio era demasiado alto para alguien como yo. Lo único que importaba era que yo tendría el control, aunque ese control llegara a través de la destrucción, de la muerte, o de cualquier otra cosa que me permitiera poner fin a esta pesadilla.

El poder. Esa palabra resonaba en mi mente con cada paso que daba. Cada pensamiento que pasaba por mi cabeza parecía alimentarlo aún más. ¿Cuánto más podía soportar sin que algo, algo dentro de mí, explotara? Quizás la respuesta era simplemente aceptar que, para mí, no había salvación. Había solo poder. Poder para destruir todo lo que me lastimaba. Y, tal vez, si destruía suficiente de lo que me rodeaba, encontraría la paz que tan desesperadamente buscaba.

Quizás, tal vez, al final, eso era todo lo que necesitaba. El control.

FLORAL RETURN.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora