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2. Caramelo y olivos

Así se llama el color del cabello de Adeline, mi madre. Lo leí por primera vez en la caja del tinte, cuando tenía seis o siete años. "Caramelo y olivos". Me pareció el nombre de un dulce que no podía comprarse en la tienda, algo que solo podían llevar en la piel ciertas mujeres que estaban destinadas a ser recordadas.

 Adeline hacía chistes sobre ello, decía que debía tener un nombre tan sofisticado como el de su cabello, aunque en realidad le gustaba más reírse de sí misma que vanagloriarse. Se reía en la cocina, en la ventana, mientras tendía la ropa o sacaba las latas de frijoles en el almuerzo. Incluso cuando ya no quedaban razones para hacerlo. Decía que reír era gratis. Que si el cuerpo dolía, al menos la risa era un acto de rebeldía.

En mi memoria, Adeline siempre fue particularmente hermosa. No hermosa como las mujeres de las revistas, ni como las actrices que aparecían a blanco y negro en la televisión cuando teníamos antena. Era hermosa como el olor de la ropa limpia en una tarde calurosa, como las manos que arreglaban tus trenzas aunque ya estuvieran torcidas desde antes. Hermosa como las cosas que uno solo entiende cuando se han ido.

Con los años, su piel se volvió pálida, casi traslúcida, como si el alma se le estuviera saliendo poco a poco por los poros. Sus dientes amarillearon, sus uñas se quebraban, y su cabello —el tan famoso caramelo y olivos— se caía en montones cada vez que salía de la ducha. A veces me lo mostraba entre las manos, como si quisiera burlarse del tiempo. Pero seguía sonriendo. Al menos, eso recuerdo. Adeline sonreía como si la vida no pudiera quitarle esa última palabra. Como si aún conservara dentro de sí una pequeña caja de música que nadie más podía oír.

Yo le tenía miedo al olvido. Al olvido de ella. A no poder dibujar su rostro con exactitud cuando cerrara los ojos. A despertarme una mañana y no recordar el tono de su voz o el calor de su cuerpo. Por eso la pienso todos los días. Porque me aterra perderla otra vez. Porque temí perderla muchas veces antes de que realmente se fuera.

Adeline tenía ojos tranquilos, serenos, como el borde de un lago donde no pasa nada. Había en ellos una calma que no parecía pertenecer a este mundo. A veces, cuando Clark gritaba o golpeaba los muebles, ella bajaba la mirada y no decía nada. Yo pensaba que eso era lo que significaba ser valiente: callar para que todo pasara. Me tomó años entender que lo que veía no era valentía, sino una tristeza tan antigua que ya no podía levantarse del suelo.

Supongo que por eso lo amó. A Clark. O al menos creyó amarlo. Tal vez vio en él una tempestad que podía calmar, una violencia que podía apaciguar con ternura. Como esas mujeres que intentan sanar a los perros que las muerden. Adeline pensaba que el amor era sacrificio. Que un hijo podía arreglarlo todo. Que si traía al mundo una criatura nueva, la humanidad de Clark saldría a la luz. Nos salvaría a las dos.

Pero la esperanza se le volvió costumbre. Y luego una cárcel.

A mediados de los sesenta, Adeline pasaba más tiempo en el baño. Vomitaba por las mañanas, se encerraba con las manos en el vientre, lloraba en silencio detrás de la puerta. Yo me quedaba del otro lado, acariciando la madera húmeda con los dedos, preguntándome si los bebés podían comer pan de maíz o frijoles enlatados. En la televisión las mujeres daban a luz rodeadas de médicos y familias. En casa, mi madre apenas podía sostenerse en pie.

Clark no dejaba pasar ninguna oportunidad para humillarla. Que su cuerpo era débil, que no servía ni para parir, que ni eso podía hacer bien. A veces gritaba eso mientras yo aún estaba despierta, creyendo que el miedo no se oía entre las paredes.

Yo no decía nada. Mi silencio era lo único que podía protegernos.

Una noche, la última noche, escuché un golpe sordo en el baño. Corrí, empujé la puerta y la encontré en el suelo. Estaba pálida, respirando con dificultad, con un hilo de sangre entre las piernas. No sabía si debía gritar o quedarme allí con ella, así que me acurruqué junto a su cuerpo. Le tomé la mano y esperé. Esperé toda la noche. Pensé que, como en otras ocasiones, en algún momento me pediría que limpiara la sangre con cloro, que la ayudara a incorporarse. Pero eso nunca pasó.

Adeline no despertó.

Clark entró al baño al amanecer, la miró sin sorpresa, con fastidio. Solo suspiró, levantó el teléfono y llamó a alguien. Luego se fue a fumar al porche. Vinieron los paramédicos, levantaron su cuerpo y se lo llevaron en una camilla. Yo me quedé parada en la puerta, con las manos manchadas de sangre seca. Nadie me dijo nada.

Al juzgado le pareció razonable dejarme con Clark. Había vivido con nosotros casi toda mi vida. "Es su figura paterna", dijeron. Yo tenía trece años. Según el Estado, era mejor quedarme con él que ir con servicios sociales.

Un año después, vi por primera vez las imágenes del escándalo de Nixon en una vitrina de televisores. Estábamos en Columbus, Ohio. Nos habíamos mudado varias veces desde la muerte de Adeline. Clark usaba el dinero del seguro para lo que él llamaba "gastos comunes", aunque la mayoría se iba en whisky barato y mujeres que llegaban a la casa por las noches.

Yo ya no era una niña, pero tampoco era adulta. Vivíamos en un remolque oxidado. Teníamos la mitad de nuestras pertenencias. Yo no tenía amigas, ni escuela, ni rutina. Solo el miedo, las tareas domésticas, y un silencio espeso que se instalaba en mi garganta cada vez que lo oía llegar.

Recuerdo con precisión el 17 de abril de 1973. Ese día me convertí, según muchos, en una mujer. Fue como una sentencia. Vi la mancha roja en mis jeans, sentí el vértigo, el estómago revuelto, el terror. Pensé que estaba muriendo como mi madre. Que tal vez la sangre era una herencia. Que ese era mi destino.

Clark había traído a una vecina ese día para que cocinara con nosotros. Cuando me vio pálida, me preguntó qué me pasaba. Yo no respondí. Fue ella quien comprendió y me llevó al baño. Me explicó lo que era el periodo, me felicitó. Me llamó "señorita" y le sonrió a Clark como si esto fuera una celebración. Me dio unas toallas sanitarias. Me explicó cómo usarlas. Yo solo quería vomitar.

A partir de ese día, algo cambió en su mirada. En la de Clark. Me observaba distinto. Como si algo se hubiera desbloqueado. Como si mi cuerpo ya no fuese el mismo. Yo sentía que la casa entera me apretaba el pecho, que los días eran más largos, que el aire se volvía viscoso cuando él estaba cerca. No quería crecer. No quería ser mujer. Quería volver a esconderme en el regazo de Adeline, escuchar su voz, oler su cabello.

Pero Adeline ya no estaba.

Y yo, con cada año que pasaba, entendía mejor por qué quiso tanto ese hijo que nunca llegó. Por qué, incluso en su dolor, intentó salvarnos a las dos. Y por qué, a veces, hay mujeres que sonríen hasta el final, incluso cuando ya no queda esperanza.

FLORAL RETURN.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora