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4.

Sin poder llorar.

Cada mañana, me despierto deseando ser otra, con la esperanza de que la vida que habito desaparezca, dejando espacio para alguien más, alguien menos roto. La sensación es como una cuerda apretada alrededor de mi garganta, una presión que nunca se alivia. 

Me recuerda a las historias que Adeline solía contarme para calmarme cuando era niña, historias que buscaban sumergirme en un sueño profundo, pero que siempre se desvanecían antes de que pudiera alcanzarlas. Como si el sueño, al igual que la vida, me fuera constantemente esquivo. Quizás nunca pude comprender realmente esas historias, o tal vez era yo quien nunca encajó en ellas.

Supongo que desear ser otra persona es normal. ¿No es eso lo que todos deseamos, en algún rincón oculto de la mente? Desear escapar, al menos por un instante, de nuestra propia piel. Yo sentía eso desde pequeña, pero en mi adolescencia, este deseo comenzó a arder con más fuerza, como una fiebre interminable. ¿Qué sentido tiene esta vida? ¿Qué sentido tiene ser yo?

Cada vez que me miro al espejo, no reconozco a la persona que se refleja. La misma cara, los mismos ojos apagados que no dicen nada. Mis manos, tan torpes, tan ásperas, como si la vida me hubiera dado más sufrimiento que el que merecía. Las yemas de mis dedos, que alguna vez fueron suaves, ahora están rasposas, como si cada roce con el mundo me hubiera desgastado un poco más. Mis brazos, débiles y flácidos, parecen no tener fuerza para sostenerme. El cabello, que alguna vez fue un marrón intenso, ahora está opaco, como si la luz se hubiera ido de él, como si ya no tuviera razón de ser.

No envidio a los demás. No necesito lo que tienen. No necesito ser como ellos. Solo quiero paz. Paz en mi cabeza, paz en mi corazón. Pero la paz nunca llega, como una estrella distante que nunca se alcanza. En su lugar, hay un vacío que se agranda, que se extiende como una niebla que lo cubre todo. Y aunque el verano abrasa, yo sigo encerrada en mis sudaderas, en mis gorros de invierno, como si el frío me protegiera, como si el mundo pudiera quedarse fuera de mi piel. El simple hecho de exponerme, de ser vista, me aterra.

El cuerpo de las demás, el que muestran en las calles, en las tiendas, me hace sentir aún más pequeña. Las chicas de mi edad se visten con colores brillantes, vestidos ceñidos, la piel expuesta como si no tuvieran nada que ocultar. Yo no podía ser una de ellas. No tenía el cuerpo, ni el dinero para eso. Y aunque traté de adaptarme, de encontrar alguna forma de consuelo, el cuerpo se convierte en una cárcel que no se puede abandonar.

Pero en mis delirios, en esos momentos donde mi mente se disocia, encuentro un tipo de calma. Es fugaz, efímera, pero suficiente. Me imagino en un mundo donde no soy yo, donde soy alguien más, alguien sin las cicatrices de este cuerpo, alguien que no tiene que cargar con los recuerdos. Eso, por un instante, es lo único que quiero.

Fue cuando casi cumplí dieciocho años que la idea de ser otra persona comenzó a tomar forma. Caminaba bajo la lluvia, el aire gélido me calaba los huesos, pero no me importaba. Estaba tan perdida en mis pensamientos que ni siquiera noté que me acercaba a la casa de Cassandra. Ella siempre fue tan diferente a mí. Tenía el tipo de belleza que hacía que todos la miraran, su cabello dorado, sus ojos tan claros y su piel manchada de pecas que la hacían parecer tan... real. Tan cálida. Casi como si pudiera sentir su luz en la distancia. Cuando me vio, sonrió, como si nada estuviera mal, como si la vida fuera tan simple. Su invitación me tomó por sorpresa, pero no pude negarme. Tal vez, por una vez, podría estar cerca de algo que no fuera dolor.

El olor a canela que emanaba de su casa me invadió cuando entré. La chimenea, el calor, el brillo en sus ojos. Todo era tan ajeno a mí. Todo lo que nunca tuve. El mundo de Cassandra era tan claro, tan perfecto, mientras que yo era solo una sombra, desvaneciéndome en las grietas. Su abuela me ofreció quedarme esa noche, ya que la lluvia no cesaba y la radio hablaba de un posible tornado. Por un momento, sentí una extraña sensación de alivio, como si me dieran un permiso para escapar, aunque fuera solo por unas horas.

Recuerdo la conversación que tuve con la abuela de Cassandra. Fue como si ella supiera algo que yo no podía entender, algo que solo alguien que ha vivido mucho podría saber. En sus palabras había una quietud que me resultaba reconfortante, y a la vez, inquietante. Como si ella, sin saberlo, supiera exactamente lo que había sucedido en mi vida. Incluso mencionó a mi madre, algo que me sorprendió. Pero en lugar de encontrar consuelo en sus palabras, sentí una creciente desesperación.

Esa noche, ya entrada la madrugada, me acomodé en el colchón bajo la cama de Cassandra. La escuchaba respirar, de forma lenta y profunda, pero me molestaba. Me fastidiaba. ¿Por qué ella podía dormir tan tranquila, tan ajena a todo lo que me carcomía por dentro? Mientras su respiración se hacía más y más rítmica, yo sentía cómo la furia se acumulaba en mi pecho.

¿Por qué ella tenía lo que yo no podía tener? ¿Por qué su vida era tan sencilla y la mía tan complicada? No había justicia en eso, no lo había en absoluto.

Y en ese momento, algo cambió. Mi mente se apagó, se borró todo rastro de racionalidad. Tapé su cara con la almohada. No lo pensé, no me cuestioné si debía o no hacerlo. El impulso me dominó. Lo que nunca supe si era un deseo de venganza o algo más oscuro, más primitivo, comenzó a tomar control. Su respiración se fue apagando, se fue alargando hasta que no supe si estaba soñando o si la realidad ya se había distorsionado.

La rabia que sentí fue como un veneno que recorría mi cuerpo, pero al mismo tiempo, me sentí más viva que nunca. Mi mente no pensaba, no había nada en mi cabeza más que la necesidad de callar esos ronquidos, de apoderarme de su tranquilidad. Y cuando la solté, su rostro estaba pálido, su cuerpo inerte. Pero aún respiraba, débilmente. Un alivio insostenible se apoderó de mí. Ella seguía viva, pero yo ya había hecho algo irreversible. Mi mente, al fin, se tranquilizó.

Al día siguiente, su miedo era palpable. Cassandra me miraba con esa mezcla de confusión y horror que solo alguien puede tener cuando se enfrenta a algo que no entiende, algo que no puede procesar. Y yo, como siempre, me hice la dormida. No dije nada, pero por dentro, sentía una euforia extraña. Porque en ese momento, había tocado algo dentro de mí, algo que no sabía que existía. Un poder. Un control.

Y entonces, comencé a entender. Mi mente comenzó a elaborar, a pensar, a planear. Si podía hacerle eso a Cassandra, ¿por qué no a otros? El mundo está lleno de personas que se puede manipular, convencer, cambiar a su voluntad. Sus miedos, sus deseos, todo eso se puede usar. Y lo había probado. No solo la violencia física, no. Había algo más sutil, algo mucho más eficaz: la persuasión.

Empecé a observar a los demás con más atención. Su lenguaje corporal, cómo sus ojos titubeaban al decir algo, cómo sus palabras eran solo una capa superficial. Nadie es tan sincero como parece. Todos tienen algo que ocultar. Yo solo necesitaba encontrar lo que era, y podía moldearlo, dirigirlo, como una marioneta.

Cassandra, por ejemplo. Después de lo que sucedió, se volvió más cautelosa a mi alrededor, pero su miedo también me dio poder sobre ella. Ya no tenía que hacerle daño físico. No necesitaba que se diera cuenta de lo que había hecho. Bastaba con mostrarle un poco de simpatía, actuar como si nada hubiera pasado. Cada palabra que le decía, cada gesto, era como un hilo más que la unía a mí, como si fuera una víctima, sin saberlo, de la telaraña que comenzaba a tejer.

Yo ya sabía que podía hacer mucho más con ellos. Manipular sus emociones, jugar con sus deseos más oscuros. Como un juego en el que siempre iba a ganar.

La paz que sentí esa noche, mientras la abrazaba la oscuridad, me dejó una marca. Sabía que ya no podría dar marcha atrás. Mi habilidad para persuadir, para controlar, era lo único que me quedaba. Y tenía que aprovecharlo.

FLORAL RETURN.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora