8 - sombras del pasado 2/2 -

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Eliot corría bajo la lluvia, cada paso una fuga desesperada de su propio tormento. No había destino, solo la necesidad de escapar del monstruo en que se había convertido. La lluvia golpeaba su piel como miles de agujas heladas, pero el dolor físico no era nada comparado con el abismo de culpa que lo devoraba por dentro. ¿Qué he hecho?, se repetía, cada palabra en su mente un golpe de martillo. Su mundo se había reducido a esa única pregunta, a esa única condena.

No hay marcha atrás.

Las palabras rebotaban en su cabeza, sofocándolo. Los latidos de su corazón eran un eco sordo, un recordatorio constante del pecado que ahora cargaba. No había nadie para ofrecer consuelo, nadie para aliviar la carga. Hasta que una voz penetró su caos interior, fría y calculadora, como una hoja afilada que corta la carne sin previo aviso.

—¿Qué tenemos aquí? —dijo un hombre, elegantemente vestido, su figura una anomalía en la tormenta. Se cubría del diluvio con una sombrilla negra, y a su lado, dos mujeres de exquisita belleza hacían lo mismo. El hombre extendió su sombrilla hacia Eliot, como si fuera una oferta de salvación—. ¿Por qué estás aquí, pequeño? Pareces perdido... o quizá huyendo.

Eliot levantó la mirada, sus ojos vacíos y temblorosos. No sabía si debía confiar en el extraño, pero había algo en su presencia, una gravedad en su voz que lo atraía. Era una calma engañosa, como la de un depredador antes de atacar, pero Eliot, en su estado de desesperación, no pudo resistirse.

—Yo... yo hice algo terrible —admitió Eliot, las palabras saliendo de su boca como un veneno que necesitaba expulsar.

El hombre inclinó ligeramente la cabeza, observándolo con una mezcla de curiosidad y entretenimiento.

—¿Qué hiciste, pequeño? —preguntó, con un tono que sugería que ya sabía la respuesta—. Dudo que sea tan grave.

Eliot sintió que un nudo se formaba en su garganta. Su voz se quebró cuando intentó responder, el peso de la culpa aplastando su espíritu.

—Empujé a mi hermano... hacia la calle... y... —las palabras se ahogaron en su garganta, el recuerdo de lo sucedido demasiado doloroso para decirlo en voz alta.

El hombre lo miró, su expresión sin cambiar, como si la confesión no lo sorprendiera en lo más mínimo.

—Así que lo mataste —dijo, su tono casual, casi desinteresado.

Eliot bajó la mirada, incapaz de enfrentar la verdad en los ojos de aquel hombre. La culpa era un ancla que lo arrastraba hacia la oscuridad.

—Me recuerdas a alguien, pequeño —murmuró el hombre, sus palabras llenas de una nostalgia que Eliot no pudo comprender. Señaló a las mujeres que lo acompañaban, y sin una palabra, ellas se retiraron, dejándolos a solas bajo la lluvia—. Pero no te preocupes. Yo puedo ayudarte. Podemos hacer un trato.

Eliot lo miró, la desesperación iluminando sus ojos.

—¿Un trato? —preguntó, la esperanza tambaleante en su voz—. ¿Qué clase de trato?

El hombre sonrió, una sonrisa que no alcanzó sus ojos. Había algo frío y cruel en esa sonrisa, algo que debería haber hecho que Eliot retrocediera, pero no lo hizo.

—Puedo traer a tu hermano de vuelta. Puedo arreglar lo que has hecho. Pero a cambio, quiero algo de ti. Algo que, en este momento, ni siquiera comprenderías el valor que tiene.

—¿Qué es? —preguntó Eliot, con la voz apenas un susurro.

El hombre dio un paso hacia él, inclinándose ligeramente para que sus rostros estuvieran a la misma altura.

—Te quiero a ti. Tus servicios, tu obediencia. Harás lo que yo diga, cuando lo diga, sin preguntas. ¿Entendido?

Eliot dudó. Sabía que algo estaba mal, que estaba a punto de venderse a algo más oscuro de lo que podía imaginar, pero el dolor de la pérdida era insoportable. Si había una manera, cualquier manera, de devolver a Ken...

—Acepto —dijo finalmente, la voz rota, pero decidida—. Haré lo que sea, solo... haz que Ken esté bien.

El hombre sonrió de nuevo, esta vez con más satisfacción.

—Excelente, pequeño. Has hecho la mejor elección de tu vida. Ahora dime, ¿cuál es tu nombre?

—Eliot... Eliot Anderson —respondió, con una voz que apenas reconocía como suya.

—Perfecto, Eliot. Mi nombre es Asmodeo, y te aseguro que serás muy útil para mí —dijo mientras extendía la mano.

Cuando Eliot la tomó, sintió un frío que le caló hasta los huesos, un frío que lo marcó para siempre. Los ojos de Asmodeo brillaban con un destello inhumano, un abismo oscuro que reflejaba la verdadera naturaleza del hombre con el que acababa de sellar su destino.

El recuerdo de esos ojos nunca se desvanecería.

De regreso al presente, Eliot estaba lavando los platos en la silenciosa cocina. El agua caliente y el jabón ayudaban a calmar sus pensamientos, pero aquellos recuerdos seguían agazapados en la parte más oscura de su mente. Cada plato limpio era como un intento de purgar su alma, pero el peso de su pasado no se desvanecía tan fácilmente.

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Secándose las manos, decidió ir a ver a Leonard. Algo dentro de él lo impulsó a abandonar su tarea y asegurarse de que todo estuviera bien. Al llegar a la habitación, vio a Leonard tirado en el suelo, aparentemente caído de la cama. Sintió una punzada de algo que no quería reconocer como preocupación. Se acercó y, con cuidado, lo levantó y lo acomodó de nuevo en la cama, cubriéndolo con una sábana para que pudiera descansar.

Miró alrededor, tomando en sus manos la realidad de lo que había sido su infancia, de los recuerdos que aún lo atormentaban. Cuántas cosas han pasado, pensó, susurrando en la penumbra.

—Descansa, Leonard. Mañana será un día difícil para los dos —murmuró, con una voz cargada de melancolía y una tristeza que no mostraba a nadie.

Con un último vistazo a Leonard, Eliot salió de la habitación, dejando tras de sí la carga de su pasado, aunque sabía que ese peso nunca lo abandonaría por completo.

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