El día había comenzado como cualquier otro, pero una falla en el ascensor lo cambió todo. Subía al piso 30, con la mente ocupada en las reuniones que tenía por delante, cuando de repente el ascensor se detuvo. Al principio, la frustración me dominó, pero luego noté que no estaba solo. Frente a mí, un hombre atractivo, de unos treinta años, me miraba con una mezcla de sorpresa y diversión.
"Parece que estamos atrapados," dijo con una sonrisa que desarmó mi molestia inicial.
Gabriel, así se presentó, no parecía preocupado por la situación, lo que me ayudó a relajarme un poco. Mientras esperábamos ayuda, la conversación fluyó naturalmente, pero había algo más en el aire, algo que no podía ignorar. La cercanía, el espacio reducido... todo contribuía a que la tensión sexual entre nosotros creciera.
No sé en qué momento sucedió, pero de repente nuestras miradas se volvieron más intensas, más cargadas de deseo. Nos acercamos, como si una fuerza invisible nos empujara el uno hacia el otro. Cuando sus labios finalmente tocaron los míos, fue como si el mundo se desvaneciera, dejándonos solos en ese pequeño espacio.
El ascensor se convirtió en nuestro universo privado. Con cada caricia, con cada beso, el deseo crecía hasta que no pudimos contenerlo más. Nuestros cuerpos se movieron juntos, encontrando consuelo en la urgencia de nuestras manos y labios. Las paredes metálicas del ascensor resonaban con nuestros gemidos y susurros, creando una atmósfera de erotismo que no había experimentado antes.
La situación, el peligro de ser descubiertos, solo hacía que el encuentro fuera aún más excitante. Cuando finalmente el ascensor volvió a moverse, estábamos exhaustos pero satisfechos, sabiendo que habíamos compartido algo que nadie más podría entender.