La lluvia caía con fuerza, empapando las calles y obligándome a refugiarme bajo un toldo. Estaba solo, esperando que el aguacero pasara, cuando lo vi. Un hombre alto, de cabello oscuro, corriendo hacia mí, buscando el mismo refugio. Nuestros ojos se encontraron y, en medio del caos de la tormenta, hubo un instante de calma.
Nos quedamos en silencio, el sonido de la lluvia creando una cortina alrededor de nosotros. No pude evitar fijarme en cómo las gotas resbalaban por su rostro, cómo su camisa mojada se pegaba a su cuerpo, revelando cada músculo.
La proximidad, el aislamiento que la tormenta había creado, hizo que la tensión entre nosotros se volviera casi insoportable. Sin pensarlo, me acerqué y toqué su brazo. La electricidad que sentí en ese contacto fue suficiente para desatar lo que habíamos estado conteniendo.
Nos encontramos en un rincón oscuro, donde nadie podía vernos. Bajo la lluvia, nuestras bocas se buscaron, y lo que empezó como un beso tímido se convirtió rápidamente en una explosión de deseo. El agua fría contrastaba con el calor de nuestros cuerpos, y la sensación de peligro, de ser descubiertos, hizo que el encuentro fuera aún más intenso.
Nos perdimos en la lluvia, entregándonos completamente al momento. Cada caricia, cada beso, era una declaración de lujuria y necesidad. Cuando finalmente nos separamos, la tormenta había amainado, pero el recuerdo de lo que habíamos compartido quedó grabado en mi piel.