El gimnasio era mi santuario, el lugar donde podía escapar de la rutina diaria y concentrarme en mi cuerpo y mente. Esa tarde, mientras me esforzaba en la cinta de correr, noté a alguien nuevo en el área de pesas. Alto, musculoso, con una confianza que irradiaba en cada movimiento. No pude evitar mirarlo, intrigado por su presencia.
Él también me notó, y nuestras miradas se cruzaron varias veces. Había algo en su forma de moverse, en la manera en que sus músculos se flexionaban bajo la luz, que despertó un deseo en mí que no había sentido en mucho tiempo. Decidí acercarme, con la excusa de pedirle ayuda con una máquina.
El contacto fue inmediato y eléctrico. Sus manos fuertes guiaron las mías, pero había algo más en la forma en que me miraba, una intensidad que me hizo estremecer. Después de un rato, la tensión se volvió demasiado para ambos, y sin decir una palabra, nos dirigimos a los vestuarios.
El lugar estaba casi vacío, y el eco de nuestras pisadas resonaba en las paredes. Apenas cerramos la puerta del vestuario, me empujó suavemente contra la pared y sus labios encontraron los míos. El deseo que habíamos estado reprimiendo estalló en un frenesí de caricias, besos y jadeos.
En el espacio cerrado, nuestros cuerpos se unieron en un baile de fuerza y pasión, cada movimiento una declaración de lujuria. La sensación del sudor mezclado con el agua de la ducha, la intensidad de sus manos explorando mi cuerpo, todo contribuyó a un encuentro que fue tan intenso como liberador.