Una tormenta violenta había azotado la ciudad, y me vi obligado a refugiarme en un pequeño hotel en medio de la nada. El lugar era modesto, pero acogedor, y el fuego en la chimenea ofrecía un calor que necesitaba desesperadamente. Sin embargo, no estaba solo. Otro hombre, también atrapado por la tormenta, se había refugiado allí.
No hablamos al principio, pero la soledad compartida y el rugido de la tormenta nos acercaron de alguna manera. Después de un rato, empezamos a conversar, y descubrí que teníamos mucho en común. Había algo en él que me hacía sentir cómodo, a pesar de ser un extraño.
La tormenta afuera se intensificó, y cuando se fue la luz, el único sonido era el del fuego crepitando en la chimenea. Nos acercamos más, buscando consuelo en la cercanía del otro. No sé en qué momento, pero nuestros cuerpos se encontraron, y el calor del fuego se trasladó a nosotros.
En la oscuridad, nuestras manos exploraron lo desconocido, encontrando caminos que no habíamos recorrido antes. La tormenta rugía afuera, pero en ese pequeño hotel, el único sonido era el de nuestra respiración entrecortada y el murmullo del fuego.
La intensidad del momento, el peligro que representaba la tormenta y la intimidad compartida hicieron que el encuentro fuera aún más apasionado. Cuando finalmente nos separamos, el fuego se había apagado, pero el calor que habíamos compartido permanecía en la habitación.