Habían pasado varios años desde que me fui de mi pueblo. El tiempo había transcurrido como una neblina espesa, llena de días repetitivos y noches solitarias. Mi madre y yo habíamos construido una vida nueva en un pequeño poblado lejano, intentando olvidar lo que dejamos atrás. Aunque a veces lograba fingir que todo estaba bien, la verdad era que el peso de mis recuerdos y de la bestia que llevaba dentro nunca me abandonaban.
Había pasado esos años entrenando en secreto, lejos de los ojos de los aldeanos y de mi madre. Intentaba controlar el poder del Jinchūriki que se había manifestado en mí aquella terrible noche. Sin embargo, la bestia no era fácil de someter; su energía salvaje y furiosa me retaba cada vez que intentaba acceder a ella. Sentía que estaba tan cerca y, a la vez, tan lejos de dominarla. Era como luchar contra una fuerza invisible que me consumía desde adentro.
Ese día, mientras volvía a casa después de otro de mis entrenamientos en el bosque, algo llamó mi atención. A lo lejos, dos figuras caminaban hacia el bar del pueblo. Sus túnicas negras, adornadas con nubes rojas, contrastaban de manera siniestra con el entorno. Sus presencias destacaban demasiado, como si la oscuridad los rodeara. Me detuve, observándolos desde la distancia, sin querer acercarme demasiado.
Había oído rumores sobre ellos: la organización Akatsuki. Una banda de shinobis renegados que se decía cazaban a otros Jinchūrikis. Mi pulso se aceleró al pensar en esa posibilidad. ¿Podrían estar aquí por mí?
Los observé con cautela mientras entraban al bar. Uno de ellos era alto, con una enorme guadaña que llevaba en la espalda, y el otro era un poco más bajo, de aspecto peculiar, con el cabello naranja y varios piercings que atravesaban su rostro. Sus movimientos eran seguros, como si no temieran nada ni a nadie.
Mi corazón latía con fuerza mientras me escondía detrás de un árbol cercano, sin perder de vista la entrada del bar. La posibilidad de que estuvieran allí por mí era aterradora, pero también me provocaba una extraña curiosidad. Había pasado tantos años huyendo, escondiéndome y entrenando en secreto, que encontrarme con alguien más que comprendiera el peso de ser un Jinchūriki me resultaba casi tentador.
Sin embargo, sabía que estos hombres no eran aliados. Si Akatsuki estaba realmente cazando a personas como yo, tenía que ser extremadamente cautelosa. Apreté los puños, sintiendo una oleada de chakra de la bestia dentro de mí, como si respondiera a mi miedo y a la emoción de ese momento.
“Tranquila… mantén el control,” me dije a mí misma, obligándome a respirar profundamente. Pero no podía despegar los ojos de ellos. ¿Qué haría si me encontraban? ¿Estaba realmente preparada para enfrentarme a alguien tan poderoso?
Me alejé del bar con cautela, sin apartar la vista de esas figuras siniestras hasta que estuve lo suficientemente lejos como para no sentir sus miradas. La imagen de las nubes rojas sobre el fondo negro de sus túnicas me quedó grabada en la mente, como una advertencia. No podía quedarme allí observándolos; ya había sido demasiado arriesgado.
Apresuré el paso hasta llegar a nuestra pequeña casa, justo al borde del bosque. La luz cálida que se filtraba por las ventanas me hizo sentir una paz que contrastaba con la inquietud que me habían dejado aquellos hombres. Crucé la puerta, y el aroma a arroz y verduras me recibió, llenando el lugar con un toque hogareño.
-Rin, llegas justo a tiempo.- dijo mi madre, con una sonrisa mientras revolvía las verduras en la sartén. Me acerqué para ayudarla, como siempre. Era nuestra rutina, y en medio de esa sencillez, sentía algo parecido a la felicidad. Mi madre y yo habíamos creado un nuevo hogar, y aunque siempre me preocupaba el secreto que guardaba, estos momentos lograban hacerme olvidar el peso de mi pasado donde perdí a mi padre y a mis amigos, aquellos que quise como a una familia.
Me acerqué al fogón y comencé a preparar el arroz, sintiendo el calor envolvente y reconfortante del vapor. El ambiente se llenaba del aroma del jengibre y las cebollas, y eso ayudaba a calmar mi mente.
-¿Todo bien hoy?- preguntó mi madre, sin apartar la vista de la sartén. Sabía que a veces notaba la tensión en mi rostro cuando regresaba de entrenar, pero siempre fingía no darse cuenta, dándome mi espacio para que hablara solo si yo lo deseaba.
-Sí, solo un día largo, no es tan fácil controlar este poder.- respondí, esforzándome por sonar tranquila. Ella asintió, sonriendo ligeramente, pero no pude evitar pensar en Akatsuki, en esos hombres que ahora parecían una amenaza constante, tan cerca de nosotras.
Mientras terminábamos de preparar la cena, me di cuenta de que mi madre, como siempre, era mi único refugio. Su presencia tranquila y sus manos cuidadosas, que servían el arroz y ordenaban la mesa con dedicación, me recordaban que todavía tenía algo hermoso por lo cual luchar, algo que proteger. Mi madre era lo único que me quedaba mi única familia y refugio.
Nos sentamos a cenar, y aunque compartimos algunos silencios, ambos nos sentíamos en paz. Cada bocado de arroz y verduras me traía una sensación de calor y seguridad que no sentía desde hacía tiempo, como si esos simples sabores lograran, por un instante, borrar todas mis preocupaciones. Me sentía casi feliz.
Pero la imagen de las nubes rojas en esas túnicas negras rondaba mis pensamientos, una advertencia oscura en medio de esta tranquilidad. Sabía que tarde o temprano, tendría que enfrentar lo que estaba ocurriendo, enfrentar a aquellos que venían por el poder de la bestia que llevaba dentro.
Por ahora, sin embargo, me permití un respiro. Miré a mi madre, y decidí aferrarme a este momento, a esta paz.
Después de cenar, subí a mi habitación. Aquel día había sido largo y, aunque trataba de mantener la calma, las imágenes de los hombres de Akatsuki no me abandonaban. Sus túnicas negras con nubes rojas parecían grabadas en mi mente. Me esforcé por apartar esos pensamientos; este era mi hogar ahora, y debía aferrarme a esa seguridad.
Me acerqué a la ventana y observé el paisaje nocturno. Las montañas se recortaban contra el cielo estrellado, y la luna iluminaba sus picos con un brillo tenue y plateado. Era un lugar hermoso, tan sereno, que casi lograba apaciguar mis temores. Me quedé ahí unos minutos, dejando que el silencio de la noche calmara mi corazón.
Finalmente, me acosté en la cama y cerré los ojos. Mis pensamientos flotaban, se diluían, y poco a poco el cansancio fue venciendo mi mente. Pronto, me sumergí en el sueño.
Lejos de allí, sobre una montaña que apenas se distinguía en la distancia, otra figura se encontraba bajo el mismo cielo estrellado. Obito estaba allí, su silueta recortada contra la luna, con una expresión pensativa y un aire sombrío. Miraba hacia el horizonte, ajeno al mundo, perdido en sus propios pensamientos. Él no sabía que yo estaba más cerca de lo que imaginaba; sin embargo, el paisaje nocturno le evocaba un recuerdo profundo, una nostalgia inexplicable que lo llevaba a pensar en mí.
Su mirada vagaba por el cielo, y por un instante, al observar la luna, un tenue recuerdo cruzó su mente. Rin… "Cada vez que veo el cielo nocturno te recuerdo" pensó, sin saber que en ese momento estaba tan cerca, casi compartiendo el mismo cielo, aunque separados por un abismo de tiempo y distancia.
Yo seguía dormida, ignorante de su presencia en las montañas lejanas, sin saber que ambos mirábamos la misma luna. Y mientras la noche avanzaba, nos encontrábamos, cada uno en sus propios pensamientos, conectados por un hilo invisible, en una misma y silenciosa nostalgia compartida.
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Volverte A Ver [ObitoXRin]
Fanfiction"Cada vez que veo el cielo nocturno te recuerdo" ¡¡¡Rin esta viva!!!