SERENDIPIA

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Habito tus ojos para guarecerme del frío y del peligro conocido

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Habito tus ojos para guarecerme del frío y del peligro conocido. En tus ojos hay las aventuras que siempre finalizan con manos entrelazadas.

Alejandra Pizarnik

Aún puedo recordar el sonido de mis cuadernos cayendo al piso, y cómo la molestia de aquel choque de cuerpos se amedrentó con la mano que apareció frente a ellos para tomarlos. Tus ojos, dos cuencos planetarios de gruesas persianas que abrazaron como polvo sideral cualquier gesto mal habido de mi humor, y terminé, en su lugar, dibujando en mi cara una luna menguante con endejas.

Al ser tan temprano el sol se hamacaba y hacía leves sombras por encima de los sauces y arbustos, por detrás de los bancos de cemento y la fuente del medio; lo noté porque al erguir las rodillas esperando el despliegue de tu amabilidad, te reflejaste en un rayo con el pintoresco horizonte de la plaza que nos encontraba de imprevisto. Me tendiste apilados los objetos de mi usanza, sonreíste risueña al aleteo de pestañas y, ofreciendo exculpación, te disculpaste por lo que debió ser mi torpeza al quedarme distraída divagando en una idea de ficción.

Traías lentes como de bibliotecaria y menos ropa de lo que se esperaría para el clima que envolvía al aire, helado en la sombra, aliviador bajo el amarillo de la luz, a principios de invierno. Al top ajustado te lo tapaba una campera de cuero bombera, gastada y con tachuelas. Pero fueron el pantalón ancho con bolsillos y las zapatillas acordonadas a lo borcego las que sospecharon tu género. Me convencí por tu escote y el cabello lacio rojo. Un aura andrógina te engalanaba.

Los colores oscuros te mostraron gótica y un tanto romántica, sobre todo por el gesto transparente de confianza que ofreciste al instante desde tus labios rosados y la elevación de tu gruesa ceja. Yo debí condicionarte con mi mueca retraída y avergonzada, un impacto derrochante de brillantina trasluciente directamente disparado del caoba de mis pupilas, que terminó por rebotarme en el pardo fulgor de las tuyas. La transparencia obró a nuestro favor, nos contemplamos y nos laceró la sensación de conocernos, lo supuse en la pausa que hicimos, en la anulación del curso de la rutina para abrir espacio a la concomitancia de nuestras presencias enfrentadas.

El domicilio de dos pisos se presentó cerca de nosotras, justo cruzando la angosta callecita por donde se perdía un boulevard. Antología de sentimientos pasaron sus páginas delante de nuestras narices al enterarnos de que la postal del sitio no mentía. Agradecí tu caballerosidad de señorita, y sin dejar de impactarnos los ojos, algo parsimoniosas, cada una rumbeó por su lado.

Troté hasta la esquina del parque y, en lugar de agarrar la calle principal, decidí cruzar por el sendero ornamentado de setos y florecillas violetas que me condujo en atajo hacia el mismo fondo. El sol comenzó a impactar de forma inspiradora sobre los colores residenciales del suburbio con un sonido diurno entre gorjeos de aves y silbido del viento que hacían del ambiente una soledad preciosa. Tal vez en ese momento, tuviste la sensatez de darte vuelta pero, aunque a mí me sobrevino la intención de amagar cuando rocé alegremente las plantas con mis dedos estirados al simultáneo de mi andar, me acobardé procurando seguir el curso del día.

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