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Roier reconoció que, incluso en sus mejores años en la central de la ciudad, no se veía tanto movimiento como lo aparentaba ese pueblucho de verdes pastizales y bosques inquietantes.

No tenía nada en contra, pero no habían pasado ni diez minutos después del mediodía y ya había leído una cantidad aplastante de informes a la mitad, encontrando en los textos las más extremas descripciones de asesinatos fuera de su imaginación.

Eran simples bestialidades, sin intenciones. No parecía que aquel (o aquellos) que realizaban trabajos tan malos para torturar gente siquiera tuvieran una razón de ser. Era odio puro, salvajismo animal, como un felino destrozando a su víctima, parte a parte.

Miembros esparcidos, charcos de sangre a medio coagular, huesos con piel aun colgando, y alguno que otro órgano desaparecido. Definitivamente quien lo hacía era un loco, alguien que no tenía mínimo interés en el ser humano. Se sintió verdaderamente asqueado, pero entendía que podía encontrarse con algo como ello.

Se sentó bajo la sombra de un fresno, que parecía ser bastante valorado allí, pues parte de las jardineras los incluían, y mordió el sándwich aplastado que llevó desde su nuevo hogar. Observó algunas notas que creyó interesantes y se dedicó a ello con calma.

Levantó la vista cuando el sonido de un auto lo alertó, espectando el auto que bajaba por una de esas colinas que desaparecían entre más cercanas eran a la zona de edificios y caos. Se incorporó brevemente a las calles, y luego ingresó al estacionamiento, parando en uno de los espacios especiales, al parecer.

Dejó de prestar atención, dedicándose a su trabajo, hasta que se percató de que ya había pasado su escasa hora de comer, devolviéndose entonces a su lugar de trabajo, y atravesando el mismo estacionamiento, donde observó el auto lujoso, sorprendiéndose de su porte.

Ingresó a la sede, mirando los rostros soñadores de todos allí; algunas mujeres abanicándose el rostro, y ciertos hombres con ojos condescendientes, o palabras bajas que reconoció como veneno.

Caminó a su pequeña oficina, que ya había reconocido fielmente como el lugar de su perdición, y sonrió porque, lejos de todo, lo habían colocado en un rincón bastante escondido del ojo humano, agradeciendo su privacidad, que seguro pensaron antes de saber que era más joven de lo que aparentaba.

Deteniéndose brevemente al escuchar alguna conversación que, aunque acalorada, seguía manteniendo un rango de voz que la hacía levemente imperceptible. Quiso entrar a su oficina, pero sabía que era curioso por naturaleza así que se acercó lentamente a donde el ruido provenía, reconociendo entonces la oficina de Philza.

Se dio la vuelta cuando creyó que nada podría ser tan importante, pero escuchó muy brevemente la mención a su nombre, lo que lo hizo recobrar la atención perdida. Acercó el rostro a la puerta, extrañándose por el rumbo que llevaría todo, pero cuando creyó que entendería el motivo de su intervención en la charla sintió que el alma salía de su cuerpo cuando una mano se posó en su hombro, haciéndolo caer al suelo en un golpe sordo.

–D-discúlpeme, oficial Roier, no quería asustarlo. —la dulce recepcionista se sonrojo detrás del folder lleno de oficios. –Solo quería saber si también entraría en la oficina del jefe.

La puerta se abrió poco después, develando un cuerpo imponente que se veía más alto desde su posición, y los intensos ojos azules de aquel ser pasaron de entre la muchacha, a su persona.

–Gracias, Tina. —habló el hombre. –Es todo.

Dirigió su mirada otra vez a su cuerpo, sintiéndose tan idiota por no haberse levantado apenas cayó, y cuando hizo un amague por ponerse de pie encontró una mano en su campo de visión, mirando fijamente los anillos que la adornaban, antes de entender que se la ofreció para ayudarlo.

Retorcido / GuapoduoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora