Out of Touch - Hall & Oates

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El viento soplaba con fuerza en las montañas. Las nubes grisáceas se arrastraban por el cielo como mantos de tormenta, pero a Jorge y Claudio no les importaba. Habían llegado al campamento temprano, listos para una larga jornada de pastoreo. Sus caballos descansaban cerca, mientras ellos montaban la tienda en el claro que bordeaba la quebrada, entre alcaravea silvestre y ranúnculos que brillaban, casi insólitos, bajo la luz que aún se colaba entre las nubes.

Era el tercer verano que pasaban juntos en esas montañas. Tres veranos de trabajo duro, sudor, y noches frías. Tres veranos de camaradería silenciosa, de risas compartidas junto a la hoguera y de charlas sin pretensiones que se prolongaban hasta que el sueño los vencía. Sin embargo, este año algo era distinto, algo que ninguno de los dos se atrevía a nombrar.

Jorge, con su cabello siempre despeinado bajo el sombrero y su cuerpo marcado por el esfuerzo, era el más reservado. A simple vista, parecía hecho de roca. Pero Claudio, con su sonrisa fácil y su mirada siempre alerta, podía ver más allá de esa dureza. Siempre había algo en Jorge que lo hacía querer estar cerca, más allá de la simple costumbre de trabajar juntos. En las pausas entre tareas, cuando sus miradas se cruzaban, sentía un calor en su pecho que no tenía nada que ver con el sol abrasador o el trabajo bajo el peso del sudor.

Esa tarde, cuando la luz comenzaba a desvanecerse y las montañas se teñían de un naranja suave, ambos se sentaron junto a la hoguera. El fuego crepitaba, y el sonido de los leños ardiendo era lo único que rompía el silencio entre ellos. Jorge miraba el fuego con la mirada perdida, como si quisiera decir algo, pero las palabras se quedaban atrapadas en su garganta. Claudio lo observaba de reojo, preguntándose si él también sentía ese mismo nudo en el estómago, ese peso en el pecho que no desaparecía.

—Mañana subiremos más al norte —dijo Jorge de repente, rompiendo el silencio.

Claudio asintió sin decir nada, sus ojos fijos en la línea del horizonte, donde las sombras de las montañas se alargaban hacia el infinito.

El silencio volvió a apoderarse de ellos, pero esta vez era distinto. Más pesado, más denso. Claudio sentía el latido de su corazón en los oídos, una sensación incómoda, como si algo inminente estuviera a punto de suceder. Se inclinó hacia adelante, recogiendo una pequeña piedra del suelo y jugueteando con ella en las manos, intentando calmarse. Pero no lo consiguió.

—Jorge... —susurró finalmente, sin saber por qué había dicho su nombre ni qué iba a decir después.

Jorge lo miró entonces, con esos ojos oscuros y profundos que tanto le costaba leer. El silencio entre ellos se hizo más intenso, y por un instante, Claudio pensó que había cometido un error, que debía haber guardado sus palabras, su impulso. Pero entonces Jorge se inclinó hacia él, rompiendo la barrera invisible que había estado entre los dos durante todo ese tiempo.

Sin pensarlo, sin planearlo, Claudio se inclinó también, como si un imán lo atrajera. La distancia entre ellos desapareció en un suspiro, y de pronto los labios de Jorge estaban sobre los suyos. Fue un beso torpe al principio, como si ninguno supiera bien qué hacer, pero pronto se volvió más firme, más seguro.

El sombrero de Claudio cayó al suelo cuando Jorge deslizó una mano hacia su cabello, atrayéndolo más cerca. El sabor de la piel quemada por el sol y la leña quemada se mezclaba en su boca, y Claudio no podía pensar en nada más que en lo que estaba sucediendo en ese momento. Todo el tiempo, la distancia, las dudas se desvanecieron como el humo en el aire de la montaña.

Cuando se separaron, sus respiraciones eran pesadas, entrecortadas. Jorge lo miraba, aún con una mano en su cabello, y Claudio no podía evitar sonreír. Esa sonrisa que siempre había estado ahí, que nunca se había apagado, pero que ahora brillaba con una nueva luz.

—Joder, Jorge... —murmuró Claudio—, no sé qué fue eso.

Jorge tampoco dijo nada, pero su mirada lo decía todo. Había algo en él, una vulnerabilidad que Claudio nunca había visto antes, algo que lo hacía parecer más humano, más real. Y, sin embargo, era esa misma mirada la que lo llevaba más allá de la montaña, al cielo y más allá. Lo había querido desde el primer momento en que se cruzaron en esa llanura, aunque nunca lo hubiese admitido, no hasta ahora.

—Lo sé —dijo Jorge finalmente, su voz ronca, casi un susurro—. Lo sé.

Y así, el silencio volvió, pero esta vez no había incomodidad. No había nada más que decir. Ambos sabían que lo que acababa de suceder cambiaría todo, pero al mismo tiempo, no cambiaría nada. Las montañas seguirían allí, el viento seguiría soplando, y mañana seguirían trabajando juntos. Pero esa noche, bajo las estrellas y el fuego crepitando, sabían que algo más los unía.

No era solo el trabajo, ni las largas horas compartidas. Era algo más profundo, algo que no podía ser expresado con palabras, pero que ambos entendían. Y, por ahora, eso era suficiente.

El viento rugió a lo lejos, llevándose con él las dudas, los miedos, las preguntas. Solo quedaban ellos dos, Jorge y Claudio, en el horizonte de las sierras, perdidos en un mundo solo suyo.

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💮🪱🪼) Mi fan número uno de Nana está traumada con Secreto en la montaña (yo también), así que le escribí este one-shot corto y sin angustia, básicamente es una curita para el corazón. sopaipaxon

(💮🪱🪼) Cuando pienso en Secreto en la montaña, me recuerda mucho a mi infancia porque la pasé en el campo y tengo buenos recuerdos

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(💮🪱🪼) Cuando pienso en Secreto en la montaña, me recuerda mucho a mi infancia porque la pasé en el campo y tengo buenos recuerdos. Ojalá pudiera volver a esa época cuando la única preocupación era ir a jugar con tierra y lodo, mojarse en el río y comer moquillo.

Cuentos de amor de locura y muerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora