Sombras en el Jardín

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El sol de la tarde entraba por las ventanas de la casa, inundando la habitación de una luz cálida y suave, pero dentro de Claudio, todo parecía frío y distante. Tomás, su hijo recién nacido, dormía en la cuna a pocos metros de distancia, ajeno al caos interno de su madre. Claudio lo observaba en silencio, sintiendo una mezcla de amor profundo y una culpa que no sabía cómo procesar.

Desde el parto, Claudio había sentido que algo dentro de él se rompía. El bebé, que debería haber traído alegría, parecía un recordatorio constante de todo lo que ahora le faltaba. El Omega se sentía vacío, agotado. Ni siquiera la presencia de Jorge, su esposo Alfa, lograba aliviar esa pesada sensación de desesperanza que lo invadía.

Jacqueline, su mejor amiga, había venido varias veces a visitarlo, trayendo flores, comida, palabras de aliento. Pero Claudio apenas podía reunir la energía para hablar. Sabía que Jorge estaba preocupado, lo notaba en sus ojos cada vez que le pedía que comiera algo o que intentara dormir. Pero el sueño, cuando llegaba, solo traía pesadillas.

—No te puedo perder también… — Jorge murmuró una noche mientras le acariciaba la espalda. Sus palabras, dichas en un susurro cargado de angustia, quedaron flotando en el aire entre ellos.

Claudio sabía que Jorge había estado haciendo lo imposible para estar allí, pero a veces, su presencia era demasiado. Jorge, con su fortaleza inquebrantable, sus brazos firmes que sostenían a Tomás con una facilidad que él no podía imitar, parecía brillar con una luz que solo acentuaba la oscuridad que sentía. Claudio quería poder corresponder, quería ser ese Omega fuerte que alguna vez fue, pero ahora solo se sentía como una sombra de sí mismo.

Una tarde, mientras Jorge estaba fuera en el trabajo y Tomás dormía, Claudio se encontró vagando sin rumbo por la casa. Terminó en el pequeño jardín que tanto amaba antes de que todo cambiara. Las flores, ahora marchitas por falta de cuidado, parecían reflejar su propio estado.

—Todo está en silencio aquí… —murmuró para sí, mientras se dejaba caer al suelo, entre las plantas descuidadas.

El suave susurro del viento y el canto lejano de los pájaros no lograban consolarlo. Cerró los ojos, tratando de recordar cómo era sentirse completo. Pero en su mente solo había una sensación de pérdida, un duelo prematuro por algo que aún no había ocurrido, pero que temía más que nada: perderse a sí mismo.

Jacqueline llegó poco después, como solía hacerlo. Al verla, Claudio no se movió. Permaneció sentado en el suelo, con los ojos entrecerrados, como si quisiera desaparecer en su propio mundo. Ella se agachó a su lado, tomando una de sus manos con suavidad.

—Claudio… — su voz fue un susurro, pero él no respondió. Ella suspiró y comenzó a desenredar su cabello, peinándolo con dedos suaves, como si el simple acto de arreglar su desordenado aspecto pudiera también alinear el caos en su interior.

—No puedo seguir así, Jacqueline — murmuró finalmente, con la voz rota y casi inaudible. —Me siento como si estuviera perdiéndolo todo… incluso a Jorge.

—No lo estás perdiendo. Estás aquí, y él está aquí contigo. Pero entiendo que no sea fácil verlo en este momento. —Ella dejó de peinar su cabello para pasar una mano por su espalda, brindándole un consuelo silencioso.

Claudio se inclinó hacia ella, descansando su cabeza en su regazo, sintiendo las lágrimas que no había dejado caer en semanas, finalmente liberarse. —¿Cómo lo hiciste? —preguntó, su voz temblorosa.

Jacqueline lo miró con ternura, sabiendo que no había respuestas fáciles. —A veces, no hay una forma correcta de hacerlo. Solo sigues adelante, un día a la vez. Y tienes que darte permiso para sentir lo que sientes. No hay vergüenza en necesitar ayuda, Claudio.

El Omega cerró los ojos, dejando que sus palabras se hundieran en su mente. Sabía que Jacqueline tenía razón, pero aceptarlo era otra historia. Había algo dentro de él, una sombra que no podía sacudir, que le decía que no merecía la felicidad que una vez había sentido con Jorge y con su hijo.

El bebé comenzó a llorar en la casa, y Claudio, aún tembloroso, intentó levantarse, pero Jacqueline lo detuvo con una suave presión en su hombro. —Yo lo atenderé. Tómate un momento para ti.

Ella se levantó, y mientras entraba a la casa, Claudio permaneció en el jardín, su mirada perdida en el horizonte. Las lágrimas seguían cayendo, pero había algo en ese espacio, en la quietud del jardín, que lo hacía sentir un poco menos solo. Sabía que no iba a sanar de la noche a la mañana, pero por primera vez en mucho tiempo, sintió que tal vez, solo tal vez, podría encontrar su camino de regreso.

Cuando Jorge llegó esa noche, Claudio lo recibió con los ojos aún hinchados, pero con una pequeña sonrisa que no había mostrado en semanas. Jorge, al verlo, dejó caer su maletín y lo abrazó con fuerza, sus brazos envolviendo a Claudio como si fuera lo más frágil del mundo.

—Te tengo — murmuró Jorge. —Y siempre te voy a tener, no importa lo que pase.

Claudio se aferró a él, sintiendo el calor de su cuerpo, el latido firme de su corazón, y aunque el peso de su depresión aún lo envolvía, por primera vez en mucho tiempo, creyó en las palabras de su esposo.

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(💮🪱🪼) Esa manía mía de querer que Claudio Omega sufra 😭😭😭

Cuentos de amor de locura y muerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora