Una Niña Decente

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Casilda empujaba el carro de la compra por los pasillos del supermercado, concentrada en su lista. Mantequilla, pan, verduras... todo debía estar en su lugar y bien organizado, como siempre. Aquel frío aire acondicionado era un alivio del calor exterior, y ella disfrutaba de la rutina semanal de abastecer la despensa familiar.

De repente, un grupo de mujeres en la sección de productos lácteos la rodearon. Eran vecinas del barrio, conocidas por su talento para el chisme. Casilda las saludó con una sonrisa, pero en cuanto notó sus miradas de complicidad y los susurros entre ellas, su corazón empezó a latir más rápido.

—¡Casilda! —exclamó una de las más entusiastas, con una expresión mezcla de tristeza y emoción—. ¿Sabías que Carlos ha sido despedido?

Las palabras le dieron un vuelco al estómago. Casilda sintió que el carro se deslizaba lentamente, como si el tiempo se hubiera detenido.

¿Despedido? No podía ser. Carlos no le había mencionado nada en la mañana, como siempre, cuando él la había despedido con un beso antes de salir a trabajar. Miró a la mujer a los ojos, buscando alguna señal de broma, pero encontró seriedad.

Además, no había llegado a la casa anoche. Pero pensaba que tal vez se había quedado hasta tarde en la empresa.

—¿Estás segura? —preguntó, intentando mantener la calma, aunque su voz tembló levemente.

—Lo escuchamos en la oficina, cariño —intervino otra mujer—. Las malas lenguas dicen que todo se debió a una reducción de personal, pero nosotras creemos y sus compañeros que fue despedido por sus constantes permisos. Realmente es horrible lo que está pasando en la empresa.

—¿Permisos? — exclamó Casilda confundida — pero Carlos nunca ha estado enfermo, que yo sepa todas las mañanas sale a trabajar.

Las otras mujeres asintieron con la cabeza, compartiendo su aprobación y complacencia por la noticia. Casilda sintió que el peso de su mundo se desmoronaba. Su mente empezó a abarrotarse de preocupaciones: las cuentas, la hipoteca, Maruja... Se preguntaba por qué Carlos no le había dicho nada.

—Voy a llamar a Carlos —dijo finalmente, sacando el teléfono de su bolso, intentando parecer tranquila mientras el temor la invadía. Intentaba no pensar en las miradas curiosas de las mujeres detrás de ella.

Mientras marcaba el número, una mezcla de ansiedad y tristeza la envolvía. La conversación con esas mujeres había roto la burbuja de seguridad en la que se encontraba, y la realidad golpeó con fuerza. Sin embargo, en medio de la incertidumbre, supo que haría todo lo posible para sobrellevar lo que viniera. Con el corazón palpitante y el teléfono sonando al otro lado, abrió una nueva puerta hacia lo desconocido. Las mujeres, aún a su alrededor, se desvanecieron en el ruido del supermercado.

Pero aún faltaba más.

Casilda caminaba por el pasillo del mercado, esperando que las chismosas no la volvieran a molestar con malas informaciones y flojos fundamentos. A lo lejos, las mujeres aún no acababan con su célebre reunión, sus voces se alzaban en una especie de murmullo intrigante, cada vez más fuerte.

—¡Casilda! ¡Espera un momento! — gritaron al unísono, su tono era una mezcla de advertencia y curiosidad.

Casilda se detuvo en seco, sintiendo una punzada de ansiedad en su pecho. ¿Qué podían querer otra vez? Aquel grupo de mujeres chismosas siempre estaba al tanto de las últimas novedades del vecindario, pero no tenía ganas de escuchar más rumores sobre ella y su esposo hoy. Sin embargo, la urgencia en sus voces la hizo volverse hacia ellas.

—¡No te vayas! ¡No has pagado tus compras!, — llamaron nuevamente, risa y picardía en sus palabras.

Casilda frunció el ceño, sorprendida por la acusación. Era cierto que aún no había pagado, pero eso no era lo que le preocupaba. Con una mirada furtiva, una de las mujeres se acercó un poco más.

—¡Y todavía falta lo mejor! — le gritó una de las mujeres tomando la del brazo — Según se vio a tu esposo, Carlos, entrar anoche en un prostíbulo

Aquella frase hizo que Casilda sintiera que el mundo se detenía. Las palabras resonaron en su mente como un eco ensordecedor. No había tenido tiempo de procesar completamente la información cuando, en un acto involuntario de shock, soltó el carrito de compras. El sonido de las ruedas chirriando y el golpe sordo que dio al chocar contra la pared resonaron en el mercado, atrayendo miradas curiosas.

Casilda quedó con la mirada perdida, sintiendo cómo el aire le faltaba. La risa burlona de las mujeres se desvaneció en un murmullo a medida que la incredulidad se apoderaba de ella. Su mente no dejaba de repetir la frase, intentando hallar alguna otra explicación, un motivo que justificara aquello. La preocupación la envolvió, y en ese instante, los víveres y las compras quedaron en segundo plano. Todo lo que podía pensar era en buscar a Carlos y exigírle respuestas.

Las mujeres, satisfechas con la noticia que acababan de propagar, se miraron entre sí antes de dispersarse. Mientras Casilda, todavía paralizada por la sorpresa, se aferraba a la idea de que, tal vez, la vida no era tan simple como un paseo por el mercado.

Casilda, con una mezcla de sorpresa y desolación, se agachó rápidamente a recoger los restos de su compra, pero fue en vano. A medida que pasaban los segundos, la realidad la abrumó: todo lo que había seleccionado con esperanza ahora estaba dañado y sin posibilidad de ser utilizado.

Cuando se acercó a la caja, sintió un nudo en el estómago. Sabía que no tenía más opción que pagar por los productos destrozados. Las palabras de la cajera parecieron un eco lejano mientras su mente vagaba. "¿Cómo voy a hacer esto?", pensó. Sin embargo, su sentido del deber como madre y esposa prevaleció. Pidió la cuenta, y aunque cada número que el total reflejaba la llenaba de desconsuelo, tomó el dinero de su cartera y lo entregó, incluso con una sensación de culpa al hacerlo.

Salió del supermercado con las manos vacías y el corazón pesado. Recordó la noticia que la había sacudido: el despido de Carlos. Su esposo, quien había trabajado tan duro durante años, ahora se encontraba sin empleo. La incertidumbre que provenía de esa situación se enredaba con la tristeza por lo que había sucedido en el supermercado. Tristemente pensó en su hogar, donde solían reír y comentar sobre su día, ahora inundado por la preocupación.

Ella no podía creer lo del prostíbulo, Pero tampoco lo podía negar al 100%.

Camino hacia su casa, la carga de la bolsa de la compra se sintió más pesada que los víveres que no llevaba. La tristeza se posó sobre sus hombros como una sombra. Cada paso resonaba con la inquietud de lo que vendría. Al abrir la puerta, el eco del silencio la recibió. La casa, normalmente llena de risas y vida, ahora se sentía vacía y fría.

Se sentó en la cocina, donde había planeado cocinar una cena reconfortante, pero lo único que podía hacer era mirar el vacío frente a ella. Con el alma llena de tristeza y sin víveres, solo le quedaba esperar que la tormenta se calmara y encontrar la fuerza para enfrentar lo que la vida le depararía.

Carlos ya no estaba, Maruja estaba en su cuarto, Pero para ella, estaba sola.

De repente, un brazo se posó sobre Casilda.

Era Maruja.

—Calma — murmuró.

La mujer sonrió y una lágrima cayó con lentitud por su mejilla.

—Se parece mucho a mi tía Sylvia — pensó Maruja.

La joven EleanorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora