Capítulo 8

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DAVID frunció el ceño al arrancar el motor del coche. Aquello había sido como dar un paso adelante y tres hacia atrás.

Durante una milésima de segundo, cuando Regina se sonrojó, pensó que su actitud hacia él empezaba a cambiar.

Justo cuando empezaba a pensar en sus posibilidades, todo acabó. Al tomarla del brazo, ella se convirtió en una estatua de mármol, y al sentarse en el coche, agarrada a su bolso, parecía asustada, a punto de dar un respingo.

Estaba claro que no había escondido su deseo hacia ella tan bien como había creído. Era el momento de intentar calmar sus miedos con un poco de conversación, o la velada sería un desastre completo.

—Tienes una casa muy bonita, Regina —dijo al ponerse en marcha.

Ella giró la cabeza y pareció aliviada. Al parecer, no le molestaba que hiciese cumplidos a su casa.

—Gracias —dijo—. Me gusta mantenerla en buen estado, aunque mi madre diga que me excedo.

—No hay nada de malo en que le guste a uno tener su casa bonita. ¿Siempre has vivido ahí?

—Desde que me casé. Pensé que la perdería después de la muerte de Graham, pues el seguro no incluía la hipoteca.

—¿Y qué hiciste?

—No podía volver a trabajar. Tenía a un niño pequeño y ya no quedaban plazas en las guarderías. Por eso empecé a planchar por horas, y a limpiar casas de gente que estaba trabajando. Trabajaba siete días a la semana. Aceptaba cualquier trabajo en el que me dejaran llevar a Henry conmigo. Para cuando puse en marcha mi empresa, estaba a punto de acabar de pagar la hipoteca. Ahora ya estoy libre de deudas.

—Vaya. Eso es impresionante, Regina.

—Hice lo que tenía que hacer —dijo ella, encogiéndose de hombros—. ¿Y tú? ¿Dónde vivías antes de venir aquí?

—En un barrio al este de Sidney. Aún tengo el apartamento en Double Bay, pero me costaba escribir allí. Compré la casa de Terrigal como un refugio para escribir.

—Tienes que ser muy rico.

—He tenido suerte.

—No creo en eso. La gente se hace su propia suerte. Yo pienso que escribir es un trabajo duro.

—Cada vez más, la verdad. Cuando dejé el ejército, me salía solo.

—Oh, así que estuviste en el ejército… Mi madre me dijo que lo suponía, que sabías demasiado de armas como para no haber manejado una nunca. Al pensar en ello, yo también creí que tenía razón.

—Estuve doce años en el ejército. Me alisté con dieciocho años, y lo dejé con treinta. Estaba harto.

—¿Cuánto tiempo hace de eso?

—Seis años. ¿Tengo aspecto de tener treinta y seis años? —preguntó, sonriendo—. ¿O más?

Regina lo miró unos segundos.

—Pareces tener la edad que tienes —dijo ella por fin—. Aunque no me habría sorprendido saber que tenías más años. Tus ojos muestran mucha experiencia.

David asintió.

—A veces me siento muy viejo. He visto cosas que preferiría no haber visto en el tiempo que estuve alistado, te lo puedo asegurar.

—Hal eres tú, ¿verdad David? —le dijo de repente, sin dejar de mirarlo.

—Sólo es una parte de mí. Yo no soy un justiciero ni un vengador y, desde luego, no voy por ahí matando a la gente.

Una Princesa de Hielo (EvilCharming) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora