Prologo

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Un leve siseo se escuchaba en medio del bosque denso y opresivo, donde el aire apenas se movía entre los gruesos troncos retorcidos y las ramas bajas que parecían enredarse en un caos salvaje, a simple vista, este era el hogar de criaturas portadoras del significado de maldad; sin embargo, para él, este lugar pertenecía a la historia de Serythianos, un reino donde se resolvían los asuntos con serenidad, y cuyos ciudadanos creían haber sido bendecidos por algún dios al recibir reyes benevolentes, comprometidos a servir para el bien de sus súbditos.

Eso fue lo que le hicieron creer, los Atheron siempre fueron estrictos en su forma de educar, y sus normas, inquebrantables, estaban intrínsecamente ligadas al deber y la corona, este pensamiento le acompañaba cada noche, especialmente en aquellas en las que cabalgaba sobre Dulce, su yegua negra de sangre pura, en donde su pelaje brillaba bajo la tenue luz, y una línea blanca en su crin destacaba como una marca de diferencia, muy similar al propio mechón blanco que adornaba la cabeza de su jinete.

—Quieta —susurra, calmando al animal—. Dulce, es una amiga.

Una serpiente se deslizaba lentamente alrededor de la mano del soberano, enroscándose con su cuerpo alargado hasta su hombro, su lengua silbando suavemente, lejos de causarle temor, el sonido le transmitía una calma inesperada, como si compartieran un secreto en aquel silencio del bosque, sus ojos se dirigieron hacia el castillo, cuya silueta apenas era visible, con las luces apagándose lentamente, era como si el reino, junto con su rey, también buscara descanso, pero, Maximilian estaba lejos, muy lejos, no por el peligro de enemigos, sino por algo más profundo: el peso de su propio deber.

La corona, ese legado que no podía escapar, se sentía como una carga invisible, siempre presente. "Tal vez la libertad es como una estrella lejana," pensó mientras apretaba las riendas de Dulce. "Puedes verla, pero nunca alcanzarla." Cada vez que creía acercarse, se desvanecía entre sus manos, como arena que no podía retener.

Mientras se debatía entre sus deseos y responsabilidades, en algún rincón de su mente emergían dos fuerzas opuestas, por un lado, el espíritu libre, aquel que seguía su propio camino sin ataduras, representaba la vida que Maximilian nunca podría tener, por otro, el guardián leal, cuyo juramento de servicio trascendía generaciones, encarnaba el deber inquebrantable, la devoción a la corona y el peso de la tradición que siempre cargaría sobre sus hombros.


Eran dos caras de la misma moneda, y él, atrapado en el medio, deseaba ser más que solo un rey, inevitablemente, sus pasos estaban encadenados al deber, sabía que pronto tendría que elegir: ser el gobernante que su pueblo necesitaba o el ser humano que él anhelaba ser.

Las cadenas de la coronaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora