Capítulo 3. Frío invierno

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El viento helado soplaba a través del bosque, agitando las ramas desnudas de los árboles mientras el jinete sostenía con firmeza las correas que guiaban a la imponente yegua, a medida que avanzaban entre los troncos, que se hacían más pequeños conforme seguían su paso, el cuerpo del jinete se inclinaba hacia adelante, amoldándose al movimiento del animal. Sus largas piernas se apretaban contra los costados de la yegua, como si ambos fueran una extensión del otro, su camisa de lino blanco, el cinturón de cuero negro y los pantalones a medida del mismo color estaban apenas manchados por la nieve que caía a esas altas horas de la madrugada.

Era un frío tan abrazador que resultaba difícil de creer que los cinco hombres, cabalgando a toda velocidad, pudieran soportarlo, la tierra pasaba fugazmente bajo los cascos de los animales, y cada brizna de hierba era aplastada en el rastro de su paso, continuaron así hasta que visualizaron las enormes puertas, custodiadas por dos hombres, ambos, de piel morena, estaban cubiertos con un tipo de traje de cuero y algodón. Aunque frágiles a simple vista, intentaban lucir intimidantes e imponerse con la ayuda de cascos metálicos que cubrían sus cabezas.

—Identifíquese —ordenó uno de los guardias.

El rey que se encontraba en medio de sus soldados, salió, dejando ver su rostro, en ese momento, los caballeros que estaban frente a él inclinaron la cabeza en señal de respeto, abriendo las puertas del lugar, no habían avanzado con los caballos, mientras, una joven de no más de dieciséis años venía corriendo, cubierta con la misma tela que los soldados, pero sin llevar el casco que ellos portaban. La joven entregó una capa blanca, adornada con un borde de piel gruesa alrededor del cuello. El material era diferente, se veía más... limpio en su elaboración.

A los soldados también se les entregaron capas, pero estas eran de color negro. Durante la caminata, la ciudad estaba cubierta de nieve, y se podía observar la madera vieja de las casas desmoronarse, algunos techos eran de hojas y palos viejos, otros de paja, si uno observaba con mayor detenimiento, podía ver bultos que se movían en el suelo de vez en cuando, revelando lo lamentable que era la vida en ese lugar. Se trataba de una civilización que estaba muy lejos del antiguo reino de Serythianos, misma que en su tiempo fue gobernado por un antepasado de los Atheron, quien, en un trato injusto para estas personas, los había abandonado a su suerte, con los años, ellos habían intentado sobrevivir como podían, eso era hasta que semana atrás, finalmente, el líder del pueblo se acercó al consejo para revelar la existencia de su pueblo, al ver a su gente morir de hambre.

Un anciano de mediana edad apareció en medio de una reunión que se celebraba después de la cosecha de trigo, habíamos sido bendecidos con grandes reservas y podíamos ser más generosos con los otros pueblos conectados al reino, Maximilian no podía faltar, ya que era el invitado especial, y tendría que dar su aprobación para la repartición del trigo durante todo el año.

El hombre, agotado por el viaje y los años, se acercó al joven gobernante, al estar frente a Maximilian, se arrodilló con evidente esfuerzo, y entonces quedó a la vista el estado deplorable en el que se encontraba, su ropa estaba hecha jirones, una capa rota que no había sido cambiada en días, tal vez semanas, la mugre cubría las telas deshilachadas, y los parches de suciedad parecían contar historias de interminables días al sol y noches al frío. Se podía sentir el peso de la miseria en cada hilo suelto, en cada pliegue arrugado. Era como si la tierra misma se hubiera aferrado a él y no lo soltara, el hombre, con la cabeza baja, temblaba ligeramente, ya fuera por el cansancio o la vergüenza de presentarse ante el rey en tal estado. Pero allí estaba, arrodillado, esperando que el joven gobernante le ofreciera una pequeña esperanza en medio de su desesperación.

"Señor, no se arrodille."

"¡Porfavor! Se lo suplico" dijo con voz desgastada, casi rasposa mientras su rostro estaba permanecía pegado al piso. "¡Salve a mi pueblo! Están murieron de hambre, los niños no están bien educados y estamos con baja seguridad." Las palabras salían apresuradas, como si el miedo a ser ignorado le quemara la garganta. "Sé que su familia nos dejó de lado, ¡pero muestre la benevolencia que piensan sus ciudadanos!"

Las cadenas de la coronaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora