Uno... dos... tres. Esas fueron las veces que Bladimir se echó agua fría sobre el rostro, intentando sacudirse el peso de la noche en vela. Los pensamientos que jamás creyó tener se arremolinaban en su mente, martilleándola como si disfrutaran de su sufrimiento. Se sentía abrumado, perdido en un torbellino de emociones que nunca pensó experimentar. Ni los libros de estrategia, ni las enseñanzas de su padre le ofrecían respuestas.
Siempre había sabido que este legado, este deber impuesto sobre su familia, era una contradicción con lo que alguna vez fueron y lo que podrían haber sido. Sin embargo, ahora esas antiguas lealtades, esas cadenas invisibles, parecían un obstáculo aún mayor ante los sentimientos que crecían en su interior. Sentimientos que no tenían lugar ni justificación en el mundo que lo rodeaba.
—General Black —mencionó una dama detrás de la puerta de su habitación—, el rey lo espera en sus aposentos.
—Listo —respondió Bladimir, mientras escuchaba los pasos de la joven alejarse, haciendo eco en el pasillo vacío. Las primeras luces del alba se filtraban a través de las cortinas, iluminando tenuemente la estancia. Intentó calmar los latidos acelerados de su corazón.
No podía olvidar las historias que su padre le había contado, de cómo la reina Odette, quien gobernaba entre las sombras, había obligado a la familia Black a servir a los Atheron solo para preservar su linaje. Era un acto egoísta, pero con el tiempo, Bladimir había aprendido a no culpar a Maximilian por aquella herencia forzada. Maximilian no tenía la culpa de los pecados de sus predecesores.
Maximilian, su rey, siempre le había mostrado una transparencia que sorprendía a Bladimir. En sus reuniones de caza o en momentos de ocio, Maximilian le confesaba sus miedos y las presiones que cargaba sobre sus hombros desde la infancia. Había una sinceridad en esas palabras que tocaba algo profundo en Bladimir, algo que en su momento no supo identificar. De algún modo, sentía orgullo de ser el único capaz de ver esa versión vulnerable de Maximilian. No del rey, sino de su rey...
Mientras se preparaba para ir al encuentro, un pensamiento lo golpeó con fuerza: Sylvia. Esa mujer había traído consigo una presencia que desestabilizaba todo. ¿Acaso estaba celoso? Bladimir no podía entender del todo lo que sucedía dentro de él, pero cada vez que Maximilian sonreía en su presencia, cada vez que la luz en sus ojos volvía a brillar como en los días de juventud, algo en su pecho se tensaba.
Finalmente, cuando llegó ante la puerta de los aposentos del rey y lo tuvo a la vista, ese tumulto de emociones se disipó momentáneamente al ver la cálida sonrisa de Maximilian. Una sonrisa perfecta y sincera, blanca como la nieve, tan genuina que, si no fuera por la seriedad que siempre mantenía, Bladimir habría dejado que su rostro se contagiara de aquella expresión.
—Amigo mío, estoy radiando de alegría —respondió Maximilian mientras abrazaba a su noble caballero.
—¿Qué lo tiene tan contento, mi rey?
—Sylvia.
La mención de la mujer fue suficiente para ponerle los pelos de punta a Bladimir, mientras su corazón comenzaba a latir frenéticamente. Cada vez que Maximilian hablaba de ella, su voz se iluminaba, llenándose de entusiasmo. Relataba cómo Sylvia había compartido sus aventuras y las historias de los lugares que había visitado, como un niño que acaba de recibir un dulce nuevo. Y aunque Bladimir quería sentir alegría por su rey, la verdad era que no podía, especialmente si esas sonrisas no eran provocadas por él.
—Es fascinante —continuó Maximilian—. No puedo esperar a que la conozcas. Su energía es contagiosa. Me ha hablado de su viaje a las montañas, de los paisajes que le robaron el aliento. ¡Incluso trajo un mapa antiguo!
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Las cadenas de la corona
FantastikEn el reino de Serythianos, Maximilian Atheron carga un legado del que no puede escapar: la corona, criado bajo estrictas normas familiares, su vida ha sido una cadena de deber y devoción a su pueblo. Pero, en lo más profundo de su corazón, anhela u...