Capítulo 4. El Dulzor de lo Perdido

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El humano es considerado un ser de muchas historias, donde sus decisiones y motivaciones determinan su destino, como seres moldeados por las circunstancias, sus personalidades pueden ser buenas o malas, según lo dicten sus propias elecciones. Estas fueron las primeras palabras que escuché de niño, dichas por un veterano de más de cien años, muchos asumían que eran los desvaríos de un anciano, cuentos del pasado, nunca supimos con certeza si él había vivido esas historias, pero estaban profundamente arraigadas en nuestra familia.

"Antes de las armaduras, fuimos cultivadores," solía decir en voz baja, como si las palabras fueran un secreto demasiado pesado para el mundo, como todo niño, curioso de saber más, preguntaba sin parar porque repetía esa frase, la historia se centraba en algún lugar de este mundo, en donde, el sol apenas despuntaba, lanzando sus primeros destellos sobre los campos de moras y fresas. Las tierras eran vastas, y en ellas vivían de diez a quince familias. Aunque parecían un pueblo pequeño, todos dependían de sus propios cultivos, entregando los frutos a las familias nobles de mayor prestigio.

El aire fresco de la mañana llenaba los pulmones con esa sensación de tierra fértil, la familia que se encargaba de cultivar fresas y moran frescas parecía apresurarse; con el paso tranquilo de quienes conocían cada rincón del terreno, recogían las frutas con manos que parecían hechas para ello, su vida parecía sencilla, quizás demasiado sencilla para algunos ojos de los nobles, pero para ellos, esas tierras lo eran todo: un legado que habían ganado con trabajo duro y perseverancia. Sus frutos, dulces y jugosos, eran un símbolo de orgullo, entregados religiosamente para llenar los banquetes de los más ricos.

El trabajo en los campos no era fácil, pero las risas de los hijos de la familia, las conversaciones entre los padres y las historias compartidas mientras llenaban sus cestas de frutas, hacían que el día pasara sin quejarse, las moras, grandes y brillantes, las fresas, dulces y jugosas, eran el resultado de generaciones que habían perfeccionado su cultivo, todos estaban en paz en sus trabajos, sabían como lidiar la carga pesada, misma que iban a darle a sus otras generaciones, pero no se imaginaban de lo que iba a ocurrir.

Un día, a dos meses de terminar el año, se llevó a cabo una recolección masiva de frutos, toda la comunidad participó en seleccionar las mejores, dos señores, en ese tiempo políticos de alto reconocimiento se enfermaron, ambos cayeron en cama después de una fiesta que organizaron para darle la bienvenida al matrimonio de su único hijo, al principio pensarían que era la edad o alguna enfermedad que se contagio durante la celebración, más los médicos habían arrojado resultados sin respuesta. Los campesinos siguieron con su trabajo, sin imaginar que el destino les tenía una amarga sorpresa.

No había razón para ser culpables, grande era su equivocación. Un rumor se extendían rápido, más veloz que cualquier enfermedad, al principio, solo eran murmullos en el mercado, cosas sin sentidos, si podrías decir, las voces agrias salieron de las bocas de los ricos, las miradas se volvieron hacia el campo, una de odio que era preferible ignorar, la simple mención de  "son los que trabajan la tierra... son ellos quienes traen la desgracia", los hizo dudar sobre la comida que se traen de las tierras, era cada vez poco que pedían, por un par semanas, se perdieron cajas de frutos frescos, las mismas familias no sabían porque  dejaron de pedirles asi, como si algo se avecina, como si, eran culpables de algo...

"Es la tierra", decían algunos. "Es la gente", insistían otros. "Son los frutos." fue entonces cuando el apellido de las familias que trabajaban en el campo comenzó a repetirse en las plazas y reuniones de los señores. ¿Cómo podía ser que, en medio de tanto infortunio, su campo floreciera como siempre? ¿Qué sabían ellos que los demás no sabían? ¿Qué hacían con las cosechas que vendían con orgullo?

Pronto, las órdenes llegaron desde lo alto: había que destruir sus cultivos. Las moras y fresas, antes alabadas como las más jugosas de la región, fueron quemadas en una noche oscura, sin que la familia pudiera hacer más que mirar desde la distancia, temiendo por lo que venía después, los guardias llegarían a las puertas de la pequeña comunidad, con ojos fríos y manos rápidas para arrebatarles lo poco que quedaba. Decían que era por el bien de todos, que había que purificar el lugar de cualquier posible "infección", pero ellos sabían la verdad: ya no era la enfermedad lo que temían los señores, sino la rebelión que podía surgir entre los campesinos, se convirtió en chivos expiatorios, culpables de un mal que nadie entendía.

Las cadenas de la coronaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora