El Loco

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Lydia, con mucho esfuerzo, cargaba un bidón de gasolina mientras subía por las deterioradas escaleras de gastada madera que conducían al ático de su casa en Winter River, aunque ya no estaba muy segura si todavía podía considerarla como su propiedad. Apenas ayer había firmado los papeles para darla en venta... pero también aquella misma noche de Halloween habían pasado demasiadas cosas raras y desastrosas: Delia había muerto, su hija había sido llevada al inframundo, había visto a Richard por un momento y a... Beetlejuice. Y Rory. No tenía idea de si Rory había muerto también... todo aquello parecía un sueño febril, como la desagradable pesadilla que había tenido con Beetlejuice después de su cancelada boda surrealista.

Pero sabía que el oficial que había tocado a su puerta en la mañana para notificarle el hallazgo del cuerpo de su madrastra frente a la tumba de su padre era real. Y Astrid insistiéndole en hablar de lo acontecido, haciéndole demasiadas preguntas abrumadoras sobre el más allá y los fantasmas, también era real.

Como respuesta, Lydia le había pedido tiempo a su hija. El sólo pensar en organizar otro funeral, hacía que sintiera un hueco en la boca del estómago.

Tiempo.

Era eso lo que necesitaba... para procesarlo todo. De un día a otro, Delia y Rory se  habían ido. Y... Beetlejuice. Lydia sonrió ligeramente. Le había hecho tan feliz hacerlo estallar después de pronunciar su nombre tres veces. Había sido retorcidamente divertido, como si ella de alguna forma hubiera recuperado el control de su vida y como si él representara a todos sus problemas y los hubiera hecho mil pedazos.

Pero, después de toda la emoción, llegaba la aplastante realidad de que otra vez estaba sola. Todas las personas importantes en su vida ya no estaban, con excepción de Astrid: Charles, Delia, Richard, Rory... los Maitland.

Pensó en ellos: en lo mucho que adoraban la casa. Cuando ellos se fueron, ella había caído en una profunda depresión. Sabía que era lo mejor para la pareja cruzar al otro lado, pero no podía soportar perderlos. Eran sus amigos. A veces, parecía que los únicos. Y tenían que irse.

Ya había adquirido la costumbre de estudiar para los exámenes con ellos, de platicar por largas horas sobre sus teorías sobre ciertos pasajes del Manual para el recién Fallecido, de bailar al son de Harry Belafonte o algún otro artista nuevo que descubrían gracias a los vinilos que ella solía llevarles, junto con piezas, pinturas y fotografías para seguir actualizando la maqueta de Adam.

Lydia siempre se había sentido sola en el mundo, y ellos, aunque sea por unos años, no permitieron que eso fuera cierto.

Después de su partida, la idea de tener una pareja para toda la vida- y la otra vida- había quedado grabada en su cabeza. Eso era lo que necesitaba: alguien en quien poder confiar, con quien poder hablar, a quien querer incondicionalmente, a quien proteger y que él en retorno hiciera lo mismo por ella. Creía haber encontrado a ese alguien en Richard, pero no se sentía completamente segura, y los sueños y visiones de gente muerta estaban apoderándose de su vida. No podía estar con él cuando él no era su prioridad... sino esa gente pidiendo ser vistos, escuchados, guiados, ayudados.

Después había llegado Rory, viendo en sus habilidades de médium un negocio lucrativo. Y ella, aunque tenía una noción de sus actitudes manipulativas y condescendencia, quería tenerlo cerca, porque era peor no tener a nadie y él decía amarla cada día, con devoción.

Lydia suspiró profundamente. El hecho de que un demonio de seiscientos años fuera más honesto con ella que él, daba mucho que decir. Aún así, no quería que los nuevos propietarios tuvieran que lidiar con el desagradable fantasma que la había atormentado a ella y a su familia en la adolescencia. Debía de hacer algo al respecto. Tal vez si quemaba la maqueta de los Maitland, la maldición terminaría.

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