La Emperatriz

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Invocar a una orquesta fantasmal, obligar a todos a bailar y cantar los siete minutos de MacArthur Park de Richard Harris, traer un gigantesco pastel y arruinarlo con la lluvia de un solitario y perfecto nubarrón azul, elevarla a ella y hacerlos flotar en un vals mágico, detener el tiempo para impedir que los policías del más allá interrumpieran su escena onírica, volverse un torero para evitar que su ex lo matara de nuevo y a la vez, burlar a un formidable gusano de arena; para terminar el espectáculo inflándose como un globo de feria hasta reventar.

Esas eran algunas de las tareas que habían ocupado su mente anoche, le explicó el poltergeist a la intranquila vidente.

Entre tanto caos, naturalmente, olvidaría algo. O a alguien. O a muchos alguien.

--Ve el lado amable: a esa gente ya le encantaba estar en el teléfono. —concluyó. Después, sacó una lija de su bolsillo y empezó a limar sus largas uñas negras con indiferencia. No le importaban esas personas. El mundo podía continuar sin que un influencer más subiera a internet una foto de una tostada con aguacate o lo que fuera que hicieran por el bien de la humanidad. Pero, al levantar la vista y ver la cara de zozobra de su interlocutora, con sus grandes ojos negros tan abiertos y sus cejas alzadas, añadió: – No pasa nada, es reversible. Escucha nena, en la vida lo único que no tiene solución es la muerte, y hasta en eso hay excepciones. Créeme, soy un experto en el tema.

El fantasma desapareció la lija y deslizó por su manga una tarjetita de presentación hasta sostenerla entre sus dedos índice y corazón para dársela a Lydia. Ella la tomó con desconfianza. La tarjeta tenía un diseño vintage, con ilustraciones de calaveras y corazones, un "LLÁMAME" en una tipografía ornamentada, y, en lugar del típico número telefónico, su nombre escrito tres veces.

Lydia la sujetó por las esquinas con ambas manos, sin saber qué hacer con ella, y luego le preguntó por el paradero de Rory.

--Ahh... —Beetlejuice formó una mueca de disgusto--Él sí se murió.

Ante la noticia, ella soltó la tarjeta, que cayó describiendo una inusual trayectoria hasta llegar al suelo. Después desvió la mirada a un rincón, a una esquina cubierta con una fina telaraña, y la observó como si su patrón fuera de lo más fascinante. El fantasma no estaba seguro de qué significaba eso. Con conexión psíquica o no, el pensamiento de Lydia era difícil de interpretar, como un misterio digno de una novela, una obra de arte abstracta, o las declaraciones de impuestos. Lo que sí percibía era que la emoción que ella experimentaba no era tristeza, ni confusión, ni miedo. Sólo un vacío. A él no le gustaba para nada.

--¿Entonces es un fantasma? —cuestionó finalmente la médium con voz ronca. Seguía evadiendo el contacto visual. Inconscientemente, se frotaba las manos con nerviosismo.

--No. Cuando eres la cena de un gusano de arena, desapareces en miles de partículas subatómicas. Estas muerto-muerto.

-- Pero eso no te pasó a ti. Un gusano de arena se abalanzó sobre ti y estás aquí.

--Eso es porque una trabajadora social, Juno, borró la cita con el gusano de arena de mi agenda.

-- Me suena el nombre... creo... sí. Ella llevaba el caso de los Maitland... ¿Por qué te rescataría?

-- No lo sé, tal vez porque soy encantador. O porque me quería pedir un favor. Solía ser su asistente, ¿no te lo mencionaron?

Lydia negó con la cabeza.

-- Los Maitland nunca hablaban de ti. Pretendían que no existías.

--¿Después de todo lo que hice por ellos? —el fantasma sonaba profundamente indignado—Que desgraciados.

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