Baile de las doncellas del Té

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Había cosas en esta vida a las que Nemuri Kagari no terminaría de acostumbrarse, el color amarillo, por ejemplo, que su esposo insistía en hacerle usar en todos sus atuendos por ser el color de su familia (ella no recordaba que los Kagari tuvieran un color distintivo, pero ninguna diferencia haría al opinar al respecto) no se acostumbraba a la Gran Helada, la salvaje ventisca anual que los locales insistían en celebrar como si se tratara de la llegada de la cosecha, el té, por Lys, odiaba el té.

Y entre esas cosas estaba que ahora su Rey tenía una prometida. Una princesa sureña de la más pura sangre de los Bendecidos Minami.

Y en ese momento iba a tomar el té con esa princesa.

En instantes de incredulidad Nemuri no acababa de entender cómo había llegado a ese punto en su vida en el que era considerada por seres tan distantes como la realeza. Aunque luego de pellizcarse la piel de la muñeca para obligarse a pensar fríamente lo entendía.

Su reina sería una sureña, Shiketsu crecía en riquezas mientras que Yuuei era dejado atrás como una tierra de fábulas y barbaros, el Palacio quería parar el conflicto que no había dejado a ninguno de los reinos prosperar en paz, querían amarrar a este nuevo tesoro hasta que se realizara la boda así que tenían que asegurarse de que se sentía bien recibida y como en casa.

Una humillación o un desplante escandaloso podría ofender al hermano de la Princesa, que podría según su temperamento disolver el acuerdo de los viejos reyes y entonces... ¿Entonces qué? ¿Estallaría la guerra de nuevo? ¿Volvería otro Aizawa a sonar los cuernos de guerra?

¿Y sería de verdad un Aizawa quien los sonaría? Porque por lo que sabía constantemente era motivo de duda si su Rey, de quien casi nada se sabía se mantendría como cabeza de su ejército en una posición tan débil: sin esposa o descendencia, con solo su joven hermano tan anodino como él como única esperanza en la línea de sucesión.

Solo que ahora sí que tenía una esperanza. Una prometida...

Deducía que de ahí partió la decisión de que otros descendientes sureños y aquellos parias de la sociedad con dones inadecuados, pero asquerosamente ricos por fin se convirtieran en compañía respetable para la nobleza de Yuuei.

Sin embargo, no entendía por qué habían elegido como próxima reina a la que fuera la princesa Fukukado de Shiketsu. Solé Prinkipissa.

Entre sirvientes, comerciantes y mendigos los rumores desbordaban como las corrientes de los flusse, las sirvientas cuchicheaban que el Rey se había enamorado a primera vista, que había mandado a construir un hermoso palacio de oro para la Princesa y que en el instante en que la miró pidió su mano. Los comerciantes, prácticos en su labor, afirmaban que su compromiso debía tener años y por eso el Rey había destinado tantos barcos de la fuerza marina al comercio en el Mar de Jade y en las fronteras había mucha más libertad para intercambiar sus bienes, los nobles por otro lado susurraban sobre los viejos reyes y aquello que acordaron hace tantísimos años antes de la tragedia del Incendio del Palacio de Osaka.

Una teoría que las doncellas parecían aprobar era la que proponía que el motivo por el cual el Rey jamás cortejó a otra dama era porque ya se hallaba prometido a alguien más. Y, como el digno caballero que era nunca daría falsas esperanzas a otras señoritas. Aunque Nemuri debía evaluar la veracidad de esas palabras considerando que eran las mismas jovencitas chismosas que decían que su Rey debía estar realmente dedicado a cumplir su palabra para seguir adelante con el compromiso con una sureña tan singular.

Pequeñas arpías...

Según se rumoreaba también, muchos de los padres de estas señoritas, todos miembros de la "vieja" aristocracia —como se hacía llamar a esas alturas las antiguas familias y la nobleza norteña— seguía preguntándose si se podía anular el matrimonio y elegir a una nueva reina entre sus filas.

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