TERESA
-- Rodrigo, vete a la mierda. – mi entrenador podía llegar a ser muy pesado, y no podía más, mis brazos temblaban, y mis manos estaban deseando que me deshiciera de esos guantes de una vez por todas.
-- Tere, tú puedes más, lo sé. – insistía, aguantando el saco para que continuara golpeándole.
-- ¿Puedo pegarte a ti? – sugerí, apoyándome sobre mis piernas intentando recuperar fuerzas.
-- Sabes que conmigo podrías hacer muchas cosas. – solté todo el aire, y me quité un guante para tirárselo a la cabeza. Se rió.
-- Eres muy pesado Rodri. Ni en tus mejores sueños, y lo sabes. – bebí agua, Rodrigo nunca perdía la oportunidad de tirarme la caña.
-- ¿Hasta cuando vas a seguir resistiéndote?, al final caerás, soy un partidazo.
-- Nunca. – agarré mis cosas y salí del gimnasio guiñándole un ojo.
Rodrigo llevaba entrenándome casi un año, cuando decidí que tenía que soltar toda mi ira y rabia de alguna forma. Así que decidí buscar un entrenador personal y apuntarme a boxeo. ¿Qué mejor forma para desahogarse que pegándole a un saco?
Tenía veinticinco años, era bastante mayor que yo, y a pesar de mi negativa, puedo asegurar que sí, era un partidazo. Musculitos, morenazo, deportista y muy simpático. Pero no era mi tipo. Él siempre lo intentaba, de hecho ya se había convertido en una broma rutinaria entre nosotros.
Andaba hacia mi casa pensando en la ducha, llevaba el pelo completamente mojado recogido en una coleta despeinada. Mis guantes se movían de un lado a otro colgados sobre mi hombro. Siempre me ponía los auriculares, porque el camino hacia mi casa implicaba pasar por delante del grupo de señoras cotillas que cuchicheaban a voces sobre mi padre. Las escuchaba, ellas sabían que yo las escuchaba, pero aún así se sentían orgullosas de hacerlo.
-- Vergüenza me daría hacer eso con dos hijos.
-- Pobres criaturas, lo que tienen que vivir.
-- Ese hombre está muy perdido.
Esas eran algunas de las cosas que escuchaba cuando pasaba justo por delante de ellas. Alguna vez les había dicho algo grosero respondiendo a tales provocaciones, pero mi psicóloga me recomendó ignorarlas, por mi bien. Esas señoras octogenarias sentadas en una silla de la playa frente a sus casas no podían tener el poder de joderme el día.
Me ponía los auriculares y subía el volumen, lo suficiente para evadirme de la realidad.
Intentaba no pensar, pero me era imposible. Mi cabeza era mi propia enemiga, siempre lo fue. Algo de razón tenían esas señoras, y a mi padre lo odiaba de vez en cuando por ello. Mi madre y él se separaron cuando era pequeña, prefirió vivir su vida al lado de un hombre que se recorría la vida en una furgoneta. No sabíamos nada de ella, y me daba igual. Desde hace unos años mi padre estaba perdido, o así lo catalogaba yo. Por mi casa habían pasado más de veinte parejas suyas, una detrás de otra. Cuando aparecía con una mujer diferente ya ni me molestaba en conocerla, para qué, si iba a durar allí dos días. Estaba harta de que mi padre tuviera esa filosofía de vida, ¿no se daba cuenta de lo que hacía? Mi hermano tenía quince años y estaba creciendo viendo cómo su padre cada día se acostaba con una mujer diferente. Menudo ejemplo.
-- ¿No hay ducha en ese gimnasio? – entré en casa, cerrando la puerta detrás de mi. Mi hermano jugueteaba con una pelotita sentado en el sofá.
-- ¿Y un cerebro en esa cabeza? – contraataqué y arrugó su cara, molesto con mi respuesta.
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Ocho formas de enamorarse
Storie d'amoreAlifornia, así lo llaman ellos. Pueblo donde estos ocho corazones se debaten entre amar, u odiar. Ninguno de ellos sabe cuándo sucedió, pero sin esperarlo, su corazón ya tenía dueño. Gabriela, Unai, Erik, Adriano, Teresa, Alya, Nolan y Atenea. Todos...