ocho.

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Regresaron la mañana siguiente.

Gabriel estaba inclinado sobre el pequeño clavo que había logrado sacar de la cama, limándolo pacientemente contra el metal oxidado. Su respiración era un eco pesado en la celda, y cuando escuchó los pasos acercándose por el pasillo, se irguió de golpe, ocultando el clavo detrás de su espalda. El corazón le martilleaba en el pecho, como un fantasma atrapado en un cuerpo que esperaba su inminente final. Apretó el clavo con fuerza, la fría y afilada herramienta clavándose en su palma.

Las puertas de la celda se abrieron lentamente, pero los guardias no entraron de inmediato. Se quedaron afuera, riendo y fumando como si estuvieran en un pub, compartiendo chistes vulgares. Uno de ellos miró a Gabriel de reojo, su chaleco verde azulado ahora manchado de polvo y sangre seca. Gabriel no les había facilitado la captura, y aunque su cuerpo estaba adolorido, su mente estaba afilada como el clavo que sostenía en la mano.

Dos podrían con él, pero se las arreglaría para al menos herir a uno.

—Tu madre tiene una boca bonita, chico,— dijo uno de los guardias, una sonrisa asquerosa en su rostro.

El otro se rió entre dientes, dándole una palmada en la espalda a su compañero. —Todo el maldito precinto la oyó,— agregó, haciendo un gesto obsceno con las manos

el frío sudor bajo por su frente.

—Pero claro, el inspector Campbell tiene estómago para follarse a una gitana Shelby,— continuó el primero, disfrutando del impacto que sus palabras tenían en Gabriel.

El joven apretó los labios con fuerza, tragando saliva con dificultad. Cerro los ojos. Se mantuvo inmóvil, escuchando las burlas durante interminables minutos hasta que los guardias se aburrieron de sus propios chistes y decidieron que ya era suficiente.

Lo escoltaron a través de los pasillos de la prisión, los ecos de sus botas resonando en las paredes de piedra, hasta la salida. A cada paso, el aire gris y húmedo del exterior se hacía más palpable. Cuando finalmente las puertas de hierro se abrieron, la luz opaca del día lo golpeó de lleno en el rostro. Era libre, pero el peso de la libertad se sentía frío y vacío. Mientras frotaba sus muñecas magulladas, observó el rostro de Polly esperándolo. Estaba de pie, con lágrimas en los ojos, y Gabriel sintió que algo dentro de él se revolvía.

Otra vez, piensa. Alguien más había sido amable con él de esa forma. Como ese pequeño niño de ojos azules. Como su amigo colgando del árbol.

Sabía lo que había hecho esa mujer por él. Sabía que se había sacrificado con Campbell, que había vendido su dignidad para salvar su vida y la de Michael. A él, cuya propia existencia era como una mentira viviente que contaminaba todo lo que tocaba. Michael ya se había marchado, caminando por la calle de tierra con paso lento y cabeza gacha. Gabriel, cojeando ligeramente, avanzó hacia Polly, sosteniéndose el costado donde las costillas aún le dolían por los golpes.

Polly lo miró, y cuando él estuvo lo suficientemente cerca, le acarició suavemente la mejilla, la misma que estaba marcada por un hematoma morado y oscuro. —Mi hermoso niño,— susurró, su voz temblando como su mano.

Gabriel la abrazó como pudo, con los brazos débiles y el cuerpo aún tenso por el dolor. Apoyó su frente en el cabello de ella, respirando su olor familiar. —Lo siento,— murmuró contra sus rizos oscuros,

—Lo mataré con mis propias manos,— dijo finalmente, con una frialdad en su tono que heló la sangre de Polly. No era una amenaza vacía. Era una promesa que reverberaba en el aire, una sentencia de muerte que sabía que cumpliría.

Polly lo abrazó más fuerte. Sabía que los hombres que amaba estaban destinados a morir, cada uno a su manera, consumidos por la violencia y la venganza que los rodeaba. Y Gabriel... Gabriel, su hermoso niño, no sería la excepción.

capricious eyes | Thomas Shelby.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora