CAPÍTULO 11: Los niños de Gaia

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El camino quedó despejado de árboles y, frente a nosotros, se presentaba el inicio de una pequeña ciudad, que se extendía unos kilómetros al este.

Gaia.

Jax observó un momento el paisaje, suspiró, y me agarró de la mano para que siguiéramos andando, adentrándonos en la ciudad.

—El búnker se encuentra escondido bajo tierra, más o menos en el centro de Gaia —me informó mientras caminábamos por las primeras calles.

Contemplé los edificios. No eran demasiado altos, tal vez de tres o cuatro plantas como mucho, y todos se parecían entre sí. Predominaban los colores gris y rojo ladrillo en las construcciones, aunque tal vez también había tonos más blanquecinos, pero habían terminado sucios y oscurecidos por algún motivo. El suelo por el que caminábamos era irregular, a veces estaba asfaltado con baldosas con diversos dibujos en ellas; a veces las baldosas pasaban a ser pequeñas piedras rectangulares que dejaban un trozo, para mi gusto, demasiado amplio entre ellas y provocaban que te tropezaras de vez en cuando; y a veces, simplemente era un camino de arena, pero no arena cobriza como la de Oriana, sino una arena más amarillenta, como si le hubieran rociado rayos de sol en polvo.

Y lo que más me sorprendió fue que había comercios. A medida que caminábamos hacia el centro, nos íbamos encontrando con diversos locales pequeños donde se vendían diferentes productos. Una panadería, una tienda de trueque, una floristería, una sombrerería, varios colmados, una ferretería... De veras parecía que allí se podría conseguir cualquier cosa material que necesitases.

También me impactó bastante que la gente fuera de aquí para allá sin ninguna preocupación, y sin armas encima —o al menos a la vista—, aunque tampoco se espantaban al ver que nosotros íbamos pistola en mano, deduzco que estarían acostumbrados y tendrían más que claro que el resto de zonas de Unión no parecían tan seguras como Gaia. Aun así, debo admitir que la primera vez que nos cruzamos con otro ser humano, el cual nos había intentado vender fruta con una sonrisa amable en la cara, yo me asusté y apunté al pobre hombre a la cabeza. Después, Jax me chistó y me obligó a bajar el arma. Supongo que aquí es el único lugar donde no se aplica la regla «dispara sin dudarlo». Y, claro, el pobre señor no se lo ha tomado muy bien y me ha lanzado una manzana pocha como venganza.

—¿Aquí no hay androides? —le pregunté a Jaxsen.

Meneó la cabeza de lado a lado.

—En algún lugar está pactado que aquí no pueden residir los androides. Es una zona para humanos, y muy pocas veces aparece alguno de los soldados. En principio, estaremos bastante seguros.

—¿Y por qué no os alojasteis en el búnker beta desde un principio?

Miró a su alrededor un momento antes de contestarme, para asegurarse de que no había nadie husmeando y escuchando nuestra conversación.

—¿Recuerdas que siempre decimos que aquí debemos cuidarnos de en quiénes decidimos confiar? —Asentí. —Bien, pues haber llevado a cabo todo lo que hemos estado haciendo en Oriana aquí, hubiera sido peligroso por la cantidad de gente que vive en esta zona. Nuestro plan podría haber llegado a manos no deseadas, y eso podría habernos sentenciado a muerte. En cambio, Oriana es una zona casi desierta, es fácil tener controlados los alrededores y asegurarse de que no haya otros seres husmeando —me explicó, con un tono más bajo de lo normal.

Tras unos minutos más andando por aquellas calles, llegamos a algo que parecía una plaza. Allí, el color gris de los edificios se sustituía por uno crema, haciendo que dejasen de parecer construcciones dignas de un paisaje apocalíptico para convertirse en uno de cuento de hadas. En el centro de la plaza había una fuente, con la estatua de una mujer en el epicentro de esta. La estatua era de bronce, pero, supongo que debido al paso del tiempo, había ido cogiendo un color negruzco. La mujer que estaba esculpida era realmente preciosa, vestida con un vestido largo —pero rajado para que se le vieran las piernas— que terminaba formando una honda que servía de soporte y la unía a la fuente. Agarraba un chal, con una mano en cada extremo, y generaba la forma de un semicírculo con él. Además, en la mano izquierda, también empuñaba un cetro terminado con una media luna que aún mantenía el color del brillante bronce. Enfoqué más la vista en ella y comprobé que tenía estrellitas y pequeñas lunas por toda la ropa, como si esa chica se tratara de la noche misma.

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