Cuando Jimin llegó a casa, era casi medianoche. Yo estaba sentado en el sofá con la mesita de café frente a mí, la música tocando suavemente. Había bebido una botella de vino y casi había terminado la Ópera de Sydney.
Dejó su mochila delante de la puerta, miró la botella vacía de vino, luego la obra maestra de Lego y finalmente me miró.
—¿Divirtiéndote?
Me reí al ver la expresión de incredulidad en su rostro.
—En realidad si.— Luego añadí: —Pero si se lo dices a alguien, lo negaré.
Cayó en el sofá a mi lado con un suspiro y me besó profundamente.
—Sigues despierto y es tarde.
—Alguien me dio un Lego.
Jimin se rió.
—Y las flores, espero.
Miró a su alrededor el apartamento y encontró el jarrón lleno de rosas en el centro de la mesa del comedor.
Cuando se volvió de nuevo a mí, a punto de hablar, deslicé mi mano a lo largo de su mandíbula, me incliné y lo besé.
—Gracias. Nadie me ha comprado flores antes.
Sus ojos se abrieron.
—¿Nadie?
—Nadie, nunca.
Jimin sonrió con orgullo, pero luego con el ceño fruncido dijo.
—¿Qué del Lego? ¿Alguien te regalo Lego antes? —No podía dejar de reírme de él.
—Tuve bloques de madera cuando fui niño. No Lego.
Jimin se recostó en el sofá y se quitó la corbata. Estaba agotado.
—Lo vi y pensé en ti.— dijo, sonriendo con cansancio. —Ir a Sydney fue como un comienzo para nosotros, ¿cierto?
—Así fue.— estuve de acuerdo. Miré hacia el Teatro de la Ópera de Lego casi completado. —¿Que otros edificios de Lego tenían?
Jimin tuvo que pensar.
—Um, la aguja espacial de Seattle, el Empire State, la Torre Eiffel...
—Debemos conseguirlos todos.— sugerí. —Y después ir a ver los reales.
Levantó una ceja.
—¿La Torre Eiffel?
—Absolutamente.— le dije, apretando su rodilla. —Hay tantas cosas que me encantaría mostrarte en París... en realidad, hay mucho en Europa que me encantaría mostrarte.
Jimin apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y me sonrió cálidamente.
—Me encantaría.
—Estás muy cansado.— mencioné lo obvio. —Ven, vamos a llevarte a la cama.