CAPÍTULO 6

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Thorn sentía el peso del viaje en cada paso, como si los kilómetros no se midieran solo en distancia, sino en recuerdos que prefería olvidar. El Bosque Oscuro había quedado atrás hace días, pero su sombra seguía con él, enredada en sus pensamientos. Casi tres semanas de viaje, y las tierras que cruzaban no eran más que un recordatorio de todo lo que había perdido, todo lo que el reino había dejado morir. Los campos que se extendían ante ellos, algunos verdes y bien cuidados, otros tomados por la maleza, no le parecían diferentes de las ovejas enfermas que había visto en su juventud. A veces la tierra prosperaba; a veces no. Y en el fondo, poco importaba lo que uno hiciera.

«Quinientos kilómetros recorridos», pensó, pero el número le decía poco. Habían tardado más de lo esperado. Apenas pudiendo avanzar un par de kilómetros cada jornada.

—Si seguimos a este paso, tal vez en dos semanas estaremos en rutas más transitadas —dijo Lignarion con la mirada fija en el horizonte. A Thorn le sonaba igual que siempre: esperanzas vacías de quien no ha trabajado la tierra ni vivido bajo el peso de los inviernos malos.

El viaje lo marcaba el cansancio, las miradas apagadas de los aldeanos, y la sensación creciente de que todo aquello había perdido su sentido.

Las aldeas no eran mejores que los campos. Casas desgastadas, techos inclinados bajo su propio peso. Los aldeanos miraban desde las ventanas con el mismo resentimiento que Thorn sentía en sus huesos. Ellos sabían lo que él sabía: las tierras se estaban muriendo, y nadie hacía nada por salvarlas. Ni los grandes señores ni la Deidad Inmortal.

La última vez que habían acampado cerca de los molinos de Valhira, Thorn había visto cómo la rueda de agua giraba con pereza, casi sin fuerza. Era un símbolo de todo lo que el reino se había convertido. Después, cruzaron el río Esmir, y las ruinas de Gloensfort se alzaron como un cadáver dejado a la intemperie. Tanta distancia, y ni un solo lugar donde las cosas parecieran vivas. Como siempre. Los campos, las aldeas, todo era como él: cansado, desmoronándose lentamente, pero todavía en pie por pura costumbre.

El Pantano de Veldrak apareció ante ellos poco después del mediodía. No fue una transición brusca, sino un lento desvanecimiento de la tierra fértil, reemplazada por barro negro y agua estancada. El viento cambió, trayendo consigo un olor que Thorn conocía bien: la podredumbre. Había olido algo similar muchas veces en los cuerpos hinchados de animales muertos en el campo. El pantano no era más que una tumba abierta, y ahora les tocaba cruzarla.

—Este lugar está maldito —murmuró Thorn, más para sí mismo que para Lignarion. Su compañero podría seguir hablando de las colinas de Hautebosc y de lo que les esperaba más adelante, pero Thorn no lo escuchaba.

La niebla colgaba baja y densa, como una manta que sofocaba todo sonido, y el aire estaba impregnado de un olor a podredumbre que se adhería a la piel. Thorn notó cómo el terreno se volvía resbaladizo bajo los cascos de los caballos, y el agua estancada reflejaba sombras que no pertenecían del todo a la realidad.

—No hay otra ruta más rápida —advirtió Lignarion con un tono tenido de desagrado—. Solo tenemos que cruzar, pero mantente alerta. Este lugar ha atrapado a muchos antes.

Thorn asintió con la mirada fija en el terreno. Había algo en esos pantanos que lo incomodaba más allá de la humedad y el barro; era como si el suelo quisiera hundirlos y tragarlos.

Tuvieron que desmontar de los caballos, y Thorn empezó a guiar la marcha con el bastón en mano, tanteando el suelo como un ciego en busca de un camino seguro mientras tiraba de Rocer con las riendas, quien avanzaba con reticencia.

Las primeras señales de que algo no iba bien no tardaron en manifestarse. El agua estancada a su alrededor comenzó a ondular de manera extraña, demasiado para el débil viento que apenas rozaba la superficie. Un escalofrío recorrió la espalda de Thorn, un frío distinto al del aire. Algo estaba allí, algo que no era natural. Entonces, lo vio: una figura oscura emergiendo del agua como una sombra líquida, deslizándose entre las raíces y el lodo, amorfa, como si la misma tierra la hubiera parido.

Vidente de las SombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora