III.

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La noche se le pegaba a la piel mientras John caminaba de regreso a casa. La luna, pálida y fría, apenas conseguía iluminar la calle vacía, y el eco de las risas y las voces de sus amigos aún zumbaba en su cabeza, como un eco lejano de algo que ya empezaba a desvanecerse.

Al abrir la puerta, el silencio lo envolvió, denso y expectante, hasta que la voz aguda de su madre lo quebró.

–¿Dónde estabas, John? –La pregunta llevaba enredado un reproche, un tono agudo que se le clavaba en los oídos–. ¿Con quién andabas ahora?

Él suspiró, fingiendo una calma que estaba lejos de sentir.

–Con amigos, mamá. Salimos a escuchar música.

–¿Música? –repitió ella, su ceño arrugándose–. ¿Te refieres a esos chicos del bar? ¿Otra vez en ese antro? No puedes encontrar algo mejor que eso, ¿eh?

John sintió la irritación burbujeando bajo la piel, pero trató de mantener la compostura.

–No es lo que piensas –dijo, intentando sonar despreocupado–. Solo fuimos a escuchar un poco de jazz.

–¿Jazz? –El tono de su madre sonaba tan incrédulo que casi le arrancaba una sonrisa irónica–. ¿Desde cuándo te interesa esa música? ¿No deberías estar enfocado en algo más… serio?

John apretó los labios, conteniendo el impulso de levantar la voz.

–No todo tiene que ser tan serio –murmuró, y en su tono había un dejo de desafío–. A veces uno necesita algo diferente, aunque tú no lo entiendas.

Ella soltó un bufido, cruzando los brazos en una postura rígida.

–Es fácil dejarse llevar –replicó, sin disimular su desaprobación–. Pero recuerda que tienes responsabilidades, un trabajo al que atender.

John asintió apenas, aunque la discusión le dejaba un sabor amargo en la boca. No tenía fuerzas para seguir peleando, así que masculló un breve "buenas noches" y se retiró a su cuarto, dejando tras de sí la estela de decepción que colgaba en el aire.

(...)

La mañana llegó envuelta en un resplandor pálido, y John despertó con la sensación de que la noche no había sido más que un parpadeo. Había pasado horas aferrado a su guitarra, dejando que los acordes le acariciaran el alma hasta que el cansancio lo venció. Ahora, mientras se miraba en el espejo, apenas reconocía al chico que lo observaba desde el otro lado, con el cabello revuelto y los ojos enrojecidos.

En la oficina, sus pasos resonaban pesados, arrastrando la fatiga de una noche en vela. Apenas se había sentado cuando uno de sus compañeros de trabajo le lanzó una mirada burlona.

–¿Te fuiste de fiesta anoche, Lennon? –le dijo, esbozando una sonrisa socarrona–. ¿O te quedaste explorando algo más?

John se limitó a encogerse de hombros.

–Solo música –respondió, pasándose una mano por el pelo, como si con ese gesto pudiera despejar la neblina que nublaba su cabeza. La verdad era que había tocado algo más que música; había sentido un atisbo de libertad, una chispa de lo que podía ser, y ahora cada palabra que escribía en ese lugar se le antojaba una cadena, un recordatorio de todo lo que quería dejar atrás.

–¿Qué discos compraste, entonces? –preguntó el otro, rompiendo sus pensamientos.

John esbozó una sonrisa cómplice.

–Algo de jazz –respondió, intentando sonar casual.

(...)

Esa tarde, el viaje de regreso en el metro era solo una sucesión de rostros grises y miradas vacías. Pero algo en el aire se sentía distinto. Cuando el tren se detuvo en una de las estaciones, sus ojos se encontraron, por un breve instante, con los de una chica que se hallaba al otro extremo del vagón.

The Underground Beat Club (mclennon)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora