XIV

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El sol comenzaba a ocultarse detrás de las casas de ladrillo rojo de Liverpool, teñiendo el cielo con tonos de naranja y púrpura. John estaba en su habitación, tarareando una melodía mientras pasaba los dedos por las cuerdas de su guitarra. Las últimas semanas habían traído un inesperado respiro a su vida; la relación con su madre, Julia, parecía sanar. Se habían reído juntos, compartido secretos que creía olvidados y encontrado un rincón de felicidad en medio de la caótica relación que tenían.

Pero aquella noche, algo en su pecho lo inquietaba. Era una sensación opresiva, como si el aire se hubiera vuelto más denso. Trató de ignorarlo, pero la llamada que resonó por la casa lo hizo ponerse de pie de un salto. Mimi, su tía, atendió y en el silencio que siguió, el rostro de ella se tornó pálido, sus labios se apretaron en una línea temblorosa.

—John... —la voz de Mimi apenas era un susurro.

John no necesitó más. El camino hasta el hospital fue una serie de imágenes borrosas: luces de autos, el sonido de sus propios pasos golpeando el pavimento, el sabor metálico de la ansiedad en la boca. Cuando llegó, los murmullos lo recibieron como cuchillas. Nadie podía mirarlo a los ojos, y eso bastó para que lo entendiera todo.

Un médico, de expresión cansada y ojos hundidos, le habló en palabras cortas y medidas. Un accidente, un conductor imprudente, un instante fatal. Julia había sido alcanzada al cruzar la calle, y la vida se le escapó antes de que pudiera ser salvada.

El mundo de John se detuvo. No hubo lágrimas al principio, solo un vacío. Miró a Mimi, que intentaba mantener la compostura, pero él no podía soportarlo. Salió del hospital tambaleándose, las rodillas débiles, el aire cortándole la garganta.

Esa noche, el viento helado de Liverpool silbaba entre las calles como un lamento. Paul llegó sin que nadie lo llamara. Se encontró a John sentado en el umbral de la puerta, la cabeza baja, las manos apretadas en puños tan fuertes que los nudillos estaban blancos.

—John —dijo Paul, acercándose despacio.

John levantó la vista, y por un momento, Paul vio a un niño perdido, despojado de toda la arrogancia y rebeldía que solían definirlo. Las sombras bajo sus ojos lo hacían parecer aún más roto.

—Se fue, Paul —susurró con una voz rota que parecía no pertenecerle.

Paul no respondió; no había palabras para eso. Se sentó junto a él en silencio, y en esa oscuridad compartida, ambos supieron que nada volvería a ser igual.

(...)

La neblina de alcohol se había convertido en el refugio constante de John. Las botellas vacías se apilaban como testigos mudos de noches interminables, y las cortinas de su pequeña habitación permanecían cerradas, bloqueando incluso la luz tenue de la ciudad. El tiempo se desdibujaba; los días y las noches se confundían en un bucle amargo donde el silencio solo se interrumpía por el sonido del cristal rodando por el suelo o por algún golpe involuntario cuando perdía el equilibrio.

Paul lo sabía. Lo sabía desde la primera vez que John dejó de contestar sus llamadas, desde que los rumores en la fábrica sobre sus ausencias comenzaron a correr. Al principio, intentó visitarlo, tocando la puerta y llamándolo desde el otro lado, su voz llena de una mezcla de preocupación y frustración.

—John, soy yo. Por favor, abre la puerta —insistía Paul, con el puño apoyado contra la madera, esperando aunque sabía que del otro lado solo habría silencio.

Las visitas se hicieron más frecuentes, más desesperadas. Paul miraba a través de las rendijas, tratando de captar un movimiento, un susurro que le diera esperanza, pero todo lo que veía era una oscuridad que lo inquietaba. Una noche, después de una larga jornada en la fábrica, decidió que era suficiente. Fue al departamento de John, golpeó con más fuerza, sin importarle despertar a los vecinos.

The Underground Beat Club (mclennon)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora