Capítulo 8: Besitos y abrazos

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Qué fastidiosa que eras. Eso era lo único en lo que podía pensar Cassandra mientras sostenía a su preciada Eleanor en brazos, la única cosa en el mundo que podría interponerse entre ella y lo que fuera que estuviera del otro lado del camino, así fuese el deseo de hacerte pedazos.

Ella sabía que no estabas en el castillo para interponerte entre ambas y permanecer como obstáculo toda la vida, sino habrías accedido a quedarte en el castillo y formar parte de la crianza de esa niña en lugar de pedirle a su madre que te permitiera llevártela. De igual manera se preguntó si esta guerra entre ustedes dos llevaría a algo, incluso si no pensaba rendirse y ganaba, porque Cassandra iba a ganar.

No obstante, tuvo que dejar de lado cualquier preocupación en la que estuviese pensando mientras su madre la guiaba a su estudio. En cuanto Alcina abrió la puerta y se adentró al lugar, Cassandra recordó aquella charla seria que su madre quería tener con ella por alguna razón. Temió nuevamente que se tratase de algo acordado entre ustedes dos de lo que se enteraría en ese preciso momento, tarde como parecía ser habitual.

Pero esta vez el caso era el opuesto, tú te enterarías más tarde de lo que la Dama y su hija habrían hablado luego de haberse retirado del salón.

─────

Pensaste que Mozart era un jabón, pero no, se trataba de música. Daniela ─tan intelectual como siempre─ había decidido poner algo de música clásica en un tocadiscos, teniendo el fin de acompañar el ambiente para no aburrirse y hasta motivarte a hacer tus labores del día. Mientras tú trapeabas la sangre del piso, recogías trozos de vidrios rotos o cerámicas, quitabas telarañas de los rincones y pasabas el trapo sobre los muebles cubiertos de polvo, ella daba vueltas y practicaba algunas piruetas, ágil como una bailarina llena de goce y elegancia. Y no eras sarcástica, Daniela realmente poseía gracia al practicar movimientos de danza.

Y aún así sabías que cumplía al pie de la letra la orden de su madre; ella seguía supervisándote.

─¿Te gusta la música clásica, sirvienta? ─preguntó, no perdiendo el hilo de lo que hacía conforme te vigilaba, danzaba y tú limpiabas─. ¡Limpia, aldeana, limpia! ─Parecía animarte, viéndote muy concentrada en tratar de quitar una maldita mancha de sangre de la pata de una mesa─. A mamá le encantan las cosas impolutas.

¿De verdad no hay un jabón llamado Mozart? ─preguntaste para ti misma, sacudiendo el trapo como una desgraciada para retorcerlo dentro de la cubeta con agua; nada funcionaba─. Mi señora, esta mancha no se quita. Y parece antigua.

─Déjame ver. ─Daniela dejó de danzar, se acercó a ti con un salto corto y elegante, y se inclinó a tu lado para percibir de cerca la mancha a la que te referías. Acercó su hoz a tu cuello por alguna razón, examinando cuidadosamente el problema─. Eso parece. ¿Pero qué opinas? ¿Le cortamos una pata a la mesa manchada? ¿O una mano a la sirvienta que no es capaz de limpiarla?

Tragaste saliva, percibiendo el filo de la hoz al mismo tiempo que el filo que poseían sus palabras. Si esta era la más amorosa de tus cuñadas, entonces deberías considerar robar una escopeta, correr hacia un monte y pegarte un tiro. O al bosque, quizás, aunque morirías de cualquier otra cosa antes de llegar allí.

─Creo que puedo limpiarlo, mi señora.

─¿De verdad? ¡Qué maravilla! ─Daniela se apartó permitiendo que conservaras tanto tu cuello intacto como cualquiera de tus manos. Siguió danzando y dando vueltas mientras limpiabas ferozmente la pata de la mesa─. ¿Sabías que Wolfgang Amadeus Mozart tenía una hermana?

«¡¿Qué le has hecho a mi hija?!» || ᶜᵃˢˢᵃⁿᵈʳᵃ ᴰⁱᵐⁱᵗʳᵉˢᶜᵘ ˣ ᴸᵉᶜᵗᵒʳᵃDonde viven las historias. Descúbrelo ahora