Capítulo 11

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La sábana que tengo debajo es suave y la habitación está llena de una extraña combinación de olores —cedro y olíbano, humo y salmuera— que a la vez resultan reconfortantes, por curioso que parezca

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La sábana que tengo debajo es suave y la habitación está llena de una extraña combinación de olores —cedro y olíbano, humo y salmuera— que a la vez resultan reconfortantes, por curioso que parezca. La tenue luz parpadea en una docena de lámparas de arcilla que están dispuestas por toda la habitación y, a través de las ventanas abiertas, oigo los ruiditos de los insectos estivales que enfatizan la noche. 

Miro la cama en la que estoy tumbada: la estructura de madera tallada está hecha de cedro del Líbano, aunque no sabría decir exactamente por qué lo sé. Tampoco sabría explicar por qué sé, antes de tocarlas, que tengo dos broches, unas fíbulas doradas, sujetándome el vestido en los hombros. Con un par de gestos hábiles, la prenda se desprendería. Percibo con la mirada un movimiento en el otro extremo de la habitación. Un hombre entra por la puerta abierta y me sobresalto al reconocer su rostro. 

Memnón.

No aparece por ninguna parte el miedo que espero sentir. En cambio, el anhelo me inunda. Me había olvidado de lo guapo que es, aunque, para ser justa, guapo es una palabra demasiado insulsa para su afilada y aterradora belleza. Tan solo lleva puestos unos pantalones bajos caídos y su torso tatuado queda a la vista en todo su esplendor. Cuando se acerca a mí, veo esos luminosos ojos marrones llenos de deseo. Camina directo hacia la cama y me envuelve el rostro con las manos, incluso yo misma lo envuelvo a él con los brazos y siento los duros músculos de su espalda.

—Ela. —Dice el nombre con un tono profundo y gutural; los párpados se le entrecierran mientras me observa. 

Un segundo después, me besa como si necesitara oxígeno y yo fuera su único salvavidas. Imposible resistirme. Recuerdo perfectamente la intensidad de sus besos, esa posesividad que me inquieta pero que, a la vez, me atrae irresistiblemente. La idea de que tal vez besa de la misma manera que ama me excita. Lo miro fijamente, el corazón latiéndome en las sienes. No puedo respirar, pero no me importa. La felicidad me oprime el pecho, una sensación desconocida y embriagadora. 

—Mi emperatriz. Mi esposa. 

Y, entonces, como si no pudiera evitarlo, se inclina y me besa de nuevo; sus labios son rudos y están hambrientos. El movimiento de esa boca me arrastra hasta el mar. Me dejo llevar por el beso y disfruto de su sabor a vino. Me envuelve con su cuerpo mientras me conduce a la cama y jadeo en su boca, pues su movimiento tira de mí. Rompo el beso, ya siento los labios hinchados, y miro a Memnón a los ojos.

—Te he... echado de menos —jadeo. 

Pero no, eso no es lo que quería decir. ¿O sí? Sonríe y, al hacerlo, se le ve uno de los afilados dientes. Memnón se inclina como si estuviera a punto de besarme otra vez. Justo cuando sus labios están a un pelo de los míos, dice: 

—No te creo. 

Deja caer su peso sobre mí y toda clase de deseos licenciosos bullen en mi interior. Me dejan sin aliento, aunque también hay confusión. Algo no va bien, pero ¿el qué? Sé que he dicho algo que no debería, y él también ha dado la respuesta equivocada, pero aun así sigue encima de mí y sigo acariciándole la espalda mientras mueve las caderas levemente contra mí. Vuelve a moverse para recorrerme la mejilla con los labios hasta acariciarme la oreja.

Cautiva del EternoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora