capítulo 7. Caos y finales.

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La lluvia había cesado, pero el cielo sobre el tren era negro como tinta, y el traqueteo del viaje a Londres parecía eterno. Thomas permanecía inmóvil, con una tensión apenas contenida en su postura rígida, moviéndose solo cuando llevaba el cigarrillo a los labios. Lo sostenía con tal fuerza que el papel se arrugaba entre sus dedos antes de arrojarlo al cenicero. En cuanto lo apagaba, encendía otro, aunque casi no fumaba; simplemente lo sostenía, como si fuera un ancla contra la tormenta en su mente.

Adrian, sentado frente a él, lo observaba con cautela, cada movimiento de Thomas revelando el peso de su desesperación contenida. Thomas se había mantenido en un silencio helado durante la mayor parte del viaje, hasta que de repente, sin apartar la mirada de la ventana, dejó escapar un pensamiento como una daga.

"Me dijo que aún tenía a mi hijo", murmuró. Su voz era baja y áspera, como si cada palabra le rasgara la garganta. "Pero ahora solo tengo cosas muertas. Como usted con su esposa." Las palabras eran frías, afiladas como vidrio roto, y Adrian sintió que su mandíbula se tensaba, obligándose a mirar hacia la ventanilla mientras trataba de sofocar la reacción que le provocaban. Era la declaración más cruel que Thomas le había lanzado, y ambos lo sabían.

Adrian respiró hondo, conteniendo la mezcla de rabia y amargura que se acumulaba en su pecho. "Su hijo está vivo, Thomas. Si creyera lo contrario, no estaría en este tren." Su voz, aunque controlada, dejaba traslucir un destello de compasión que apenas le quedaba.

Thomas soltó una risa amarga, una risa hueca que no llegaba a sus ojos. Adrian lo miró de reojo, y lo vio levantar una ceja, como si desafiara sus palabras. "Se equivoca," replicó con frialdad. "Subiría de todas formas... para ir y matarlos a todos." Su voz se endureció, y sus ojos, oscuros y vacíos, se giraron hacia Adrian. "Maté al hombre que dio la orden de matar a mi esposa. Y a muchos otros. Dígame, ¿qué hizo usted cuando la suya murió? ¿Qué hace un hombre decente cuando pierde a alguien?"

Adrian tragó, cerrando los labios en una sonrisa fría y amarga. La pregunta perforaba, pero su respuesta fue igual de cortante. "El asesino de mi esposa murió dentro de ella. No había mucho que pudiera hacer."

Con una calma medida, Adrian extendió la mano y tomó la colilla que Thomas sostenía, apagándolo en el cenicero. Luego, sin decir nada, tomó uno de la casilla metálica que Thomas había dejado sobre la mesa y lo encendió, sosteniéndolo por un momento antes de pasárselo. "Llegaremos a Londres en quince minutos."

El silencio cayó entre ellos, pesado como el cielo fuera del tren. Ambos se sumieron en sus propios pensamientos, atrapados entre la rabia, el dolor, y una lejana comprensión de lo que significaba enfrentarse a la pérdida con tan pocas palabras. Cuando el tren finalmente se detuvo, se levantaron en silencio, caminando en direcciones opuestas, cada uno con el peso de sus decisiones y la oscuridad que ambos cargaban.



Adrian estaba en la oficina de la fábrica Stones, observando a través de la ventana los engranajes interminables y el humo pesado que se alzaba de las chimeneas. Desde ahí podía ver a los trabajadores, figuras diminutas y mecánicas en un paisaje industrial. Detrás de él, el capataz, el señor Roberts, permanecía en silencio, hasta que finalmente rompió la calma con una pregunta inesperada.

"¿Alguna vez ha pensado que somos traidores a nuestra clase?" Su tono era un susurro resentido, y al girarse Adrian se encontró con la mirada amarga de Roberts. "Corrí la voz," continuó, mirando hacia su propio vaso como si buscara la respuesta en el fondo del alcohol. "Mencionó que su padre trabajó en una fábrica como esta. Murió desangrándose, como usted dijo. Y usted también trabajó en estas máquinas, y sin embargo... no les importamos. A ellos no les importamos."

on the edge of death • Thomas Shelby.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora