Parte II. Adrian MacLeod esta perdiendo la razón.

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A las afueras de York, diciembre 20.
1925.

Moira siempre había sido la más parecida a su madre, y ahora, años después, el parecido resultaba perturbador. Su cabello negro, largo y lacio, caía alrededor de su rostro como una cortina, escondiendo una expresión que parecía saber demasiado. Sus ojos, oscuros y brillantes, miraban a Adrian con la misma intensidad penetrante que él recordaba de su niñez. Había en su mirada una mezcla de desdén y compasión, como si lo desafiara a nombrar en voz alta las razones por las que había regresado a ella después de tanto tiempo. Había cambiado muy poco, o quizás él era quien ya no lograba reconocerla.

Vivía en un camarote de madera a las afueras de York, rodeada por un bosque donde las sombras de los árboles se alargaban en el atardecer. Era un lugar olvidado por el tiempo, invadido por el olor de la tierra húmeda y los árboles viejos, de la salvia y el humo que se filtraba por las ventanas del pequeño hogar. No había lujos ni comodidad en ese sitio; Moira, que era reservada por naturaleza, parecía haberse aislado aún más del mundo. No tenía ningún interés en los asuntos de la sociedad ni en los negocios de su hermano. De hecho, era probable que lo hubiese olvidado si no fuera por la carta breve y casi desesperada que él le había enviado.

Cuando Adrian llegó, ella lo miró con una mezcla de sorpresa y desconfianza, como si fuera un extraño. Era evidente que los años de distancia y silencio los habían convertido en desconocidos. No hubo un abrazo ni siquiera un apretón de manos. Él apenas pudo reconocer en esa mujer, que ahora parecía más un espíritu del bosque que una hermana, los rastros de la niña con la que solía jugar a escondidas en su infancia.

El ambiente era tan denso como la atmósfera entre ellos. Mientras avanzaban hacia el claro donde ella planeaba encender la fogata, el bosque los envolvía en un silencio casi absoluto, interrumpido solo por el crujir de las hojas secas bajo sus pies y el canto distante de algún ave nocturna. Moira caminaba delante de él, sus pasos ligeros y seguros, tan contrarios a los suyos, y él notó cómo, en algún momento de su vida, había adoptado esa calma inexpresiva que lo desconcertaba. Había algo de sabiduría y resignación en la manera en que se movía, como si los años y las pérdidas hubieran tallado una capa impenetrable alrededor de su ser. De vez en cuando, se giraba para mirarlo con una expresión indescifrable, como si esperara que él cambiara de opinión y se marchara.

Se preguntó entonces si ella, como él mismo, dudaba de la veracidad de sus ojos.

Al llegar al claro, Moira comenzó a reunir ramas secas y, con movimientos hábiles, preparó el fuego. Adrian la observó en silencio, sintiéndose torpe y fuera de lugar. Jadeando por aire, la mano temblando alrededor del bastón. No se atrevía a hablar, no sabía cómo romper el silencio que pesaba entre ellos. Finalmente, sacó el anillo de Alice y lo sostuvo en la palma de su mano, observando cómo las llamas incipientes proyectaban sombras sobre el pequeño círculo. En su mente, la imagen de Alice aparecía y desaparecía, el recuerdo de sus ojos, de su risa, de todo lo que había perdido con ella.

"Es el anillo de mi esposa," murmuró al fin, más para sí mismo que para Moira. "Se aparece en mis sueños, junto a... nuestra madre. No logro deshacerme de ellas." Alzó la vista hacia su hermana, con una súplica en los ojos que lo sorprendió a sí mismo. "Me dice que debo quemarlo, que esa es la forma."

Moira lo miró con una serenidad inmutable, como si él fuera un niño contando historias de fantasmas. Sin decir una palabra, extendió la mano hacia el anillo, y él sintió un peso en el pecho antes de entregárselo. Ella lo sostuvo durante unos segundos, examinándolo como si pudiera leer algún secreto en el oro, y luego lo lanzó al fuego sin ceremonia alguna.

El anillo comenzó a ennegrecerse en cuestión de segundos, consumido por las llamas que bailaban y crepitaban en el aire frío de diciembre. Moira se sentó frente al fuego, con las piernas cruzadas, mirando el humo elevarse hacia el cielo estrellado. Adrian se unió a ella, y ambos permanecieron en silencio, como si temieran que las palabras rompieran el hechizo de aquel momento. La fogata iluminaba sus rostros, reflejando en sus ojos el peso de todas las cosas que nunca se habían dicho.

on the edge of death • Thomas Shelby.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora