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Habían pasado tres meses desde que Jimin vio por última vez a Jeongguk. Tres meses de vacío, de soledad punzante, de una promesa rota que nunca llegó a tener voz. Se había ido sin despedirse, sin una palabra, dejando atrás un amor confesado en susurros y un silencio que devoraba a Jimin por dentro. Diciembre, el mes del nacimiento de Cristo, de villancicos y cenas familiares, se sentía como una burla. Mientras el mundo celebraba la vida, Jimin se ahogaba en una oscuridad fría, maldiciéndose por extrañar a aquel ser cruel que le había arrebatado todo.

¿Cómo pudo enamorarse de alguien así? Una criatura que, con encanto perverso, había desnudado su alma solo para luego destruirla sin piedad. Su corazón estaba atrapado en una prisión invisible, un recordatorio constante de su vulnerabilidad y de su ingenuidad. Había entregado su fe, su confianza, y Jeongguk se lo había arrebatado todo, dejándole solo un vacío que no podía llenar ni con oraciones.

Se había ido y con el todo se había marchitado, pensaba en sus momentos más oscuros. Sentía como si hubieran perforado un abismo su pecho, un hueco que nunca podría sanar

Las leyendas, al final, tenían razón: los vampiros eran seres que se alimentaban del alma de sus víctimas. No necesitaban sólo la sangre; querían los deseos, las esperanzas, la vida misma. Y lo entendía ahora, con dolorosa claridad, que había sido devorado, reducido a cenizas. A veces, Jimin deseaba que Jeongguk lo hubiese matado aquella última noche, porque cualquier cosa sería mejor que este vacío lacerante que llevaba en el pecho

Bajó a la sala de su hogar para prepararse antes de salir a ver a un amigo. Mientras bajaba las escaleras, su madre lo recibió con una sonrisa amorosa, acercándose para acariciar su frente con ternura, buscando algún rastro de la vitalidad que parecía haber abandonado a su hijo

—¿Te sientes mejor? —preguntó ella, acariciándole la frente como solía hacerlo cuando era niño

Él se limitó a asentir, sin atreverse a mirarla a los ojos. Su madre, intentando transmitirle algún consuelo, abrió una pequeña cajita y sacó su crucifijo de oro, el mismo que Jeongguk había roto hace unos meses. Lo había llevado a reparar, como si el objeto en sí pudiera sanar la grieta en el corazón de Jimin

—Que Dios te proteja —murmuró mientras lo colgaba alrededor del cuello de Jimin y hacía la señal de la cruz

El frío del crucifijo en su piel le recordaba a Jeongguk y al peso de su ausencia, como si aquel símbolo sagrado quisiera quemar los restos de la devoción que alguna vez había sentido por él. Con un último asentimiento, Jimin salió al gélido invierno, sumergiéndose en las sombras de la ciudad. La calle estaba oscura, iluminada solo por las luces parpadeantes de los faroles, como si el mismo cielo se negase a iluminar su camino

Con cada paso, un escalofrío lo recorrió. Sentía una presencia detrás de él, algo oscuro y ominoso que lo seguía, pero cuando se giraba, sólo veía sombras vacías. Aceleró el paso, intentando ignorar el miedo creciente en su pecho, pero de repente, una mano fuerte lo atrapó por el brazo, inmovilizándolo.

Fue empujado con brutalidad contra una pared de piedra. Su cuerpo se estremeció por el impacto, y levantó la vista, apenas distinguiendo el rostro de su agresor: un hombre de mediana edad, alto, con ojos encendidos de odio y labios torcidos en una mueca de desprecio.

—¿Qué sabes sobre los Jeon? —gruñó, volviendo a estrellar a Jimin contra la pared—. ¡Responde, maldito!

El miedo lo congeló, su corazón latía frenético. —Yo... yo no sé nada más que lo que la gente dice —respondió, su voz apenas un susurro mientras sus ojos comenzaban a llenarse de lágrimas

El hombre lo miró con rabia, apretando su mandíbula. —¿No sabes quién los mató? ¿No sabes que tu bisabuelo fue el culpable de todo esto? ¿No sabes? —dijo, volviendo a empujarlo contra la pared con fuerza—. ¡Contesta, Joder!

—Yo... yo no sé nada... —murmuró, sintiendo cómo el terror le paralizaba el cuerpo, dejándolo indefenso

—¿Nada? —espetó el hombre, una sonrisa retorcida en su rostro—. ¿No sabes que Park Jungsoo desató esta maldición? Por culpa de tu linaje, mi hijo ha pagado una venganza que no le correspondía. Los Jeon han tomado a los primogénitos de cada familia... y tú eres el último

De su bolsillo, el hombre sacó una daga. Jimin sintió el pánico apoderarse de cada fibra de su ser. Las luces de los faroles apenas lograban iluminar el filo, pero bastó un destello para que comprendiera su cruel destino. Quiso escapar, pero estaba atrapado. El hombre lo miraba con frialdad, disfrutando de cada segundo de su tormento

—Los Jeon se llevaron a mi único hijo... y hoy, yo cobraré esa deuda con sangre —dijo, deslizando la daga por el rostro de Jimin, trazando la línea de su mandíbula con una lentitud perversa

Por primera vez, Jimin rezó de verdad, con todo su corazón. Imploró a un Dios que siempre había sido una figura lejana para él, pidiendo protección, suplicando por su vida. Recordó las oraciones que su madre le había enseñado, aquellas que recitaba con desdén en su juventud. Cerró los ojos, orando con fervor, esperando que algún milagro lo librara de este destino. Pero sus plegarias parecían vacías, inertes, y el hombre, como si disfrutara del silencio de los cielos, le hizo un corte en la mejilla

Jimin sintió el ardor de la sangre bajando por su piel y sus labios, un sabor metálico y amargo. Siguió rezando, aferrándose a las palabras de las que nunca había querido depender, suplicando por un rescate que no parecía llegar. El hombre hizo otro corte, ahora en su estómago, disfrutando de su agonía.

Jimin volvió a rezar, esta vez no por su vida, sino por su alma, pidiendo que, al menos, descansara en paz en un lugar digno que él sabía no merecía. Y entonces, justo cuando la daga estaba a punto de hundirse en su pecho, una voz resonó en la penumbra, cortando el silencio como un trueno

—Suéltalo.

La voz era fría, tranquila, pero cargada de una autoridad peligrosa, capaz de helar la sangre en las venas de cualquiera. El hombre se giró hacia la oscuridad, irritado por la interrupción.

—¿Y tú quién demonios eres? —gruñó, sin darse cuenta del peligro que se cernía sobre él

De entre las sombras, una figura emergió, su rostro iluminado apenas por la tenue luz de la luna

La sombra sonrió, con una elegancia letal

—Soy Jeon Jeongguk.

sinners; km auDonde viven las historias. Descúbrelo ahora