NUEVE

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Habían pasado seis días desde la última vez que Becky vio a Freen. Los primeros dos días se despertaba esperando encontrar algún mensaje de ella, alguna señal de que estaba dispuesta a hablar o, al menos, que estaba bien. Pero los días fueron pasando en silencio, y lo único que recibió fue un mensaje de Nam, la mejor amiga de Freen, diciendo que esta había decidido quedarse en su casa para "calmarse y pensar en la situación". Becky no supo qué hacer ni qué decir. Quizás, pensó, lo mejor era darle su espacio.

Pero la soledad comenzó a pesarle. Cada rincón del apartamento que compartían le recordaba a Freen, su taza de café en el lavaplatos, las zapatillas que había dejado tiradas junto al sofá, el suave perfume que aún flotaba en la almohada. Becky se sentaba en el borde de la cama, en silencio, y una noche no pudo evitar hablar en voz alta, como si eso aliviara el vacío.

—¿Por qué, Freen? —susurró en la oscuridad, abrazándose las rodillas—¿Por qué no puedes verlo? Esto es... es algo hermoso. Este bebé debería unirnos, no separarnos.

Miró alrededor del dormitorio, con los ojos llenos de lágrimas.

—Quiero que vuelvas... quiero que entres por esa puerta, sonriente, diciendo que al fin entendiste, que estás lista para ser una familia. Pero... —se interrumpió, tragando un sollozo—. ¿Y si nunca vuelves? ¿Si decides que no es lo que quieres?

Durante los días siguientes, Becky decidió mantener la mente ocupada. Miró alrededor del apartamento y supo que necesitaba hacer algunos cambios. "Tal vez si Freen ve el apartamento más acogedor, más amueblado... se sentirá más en casa", pensó, mientras movía algunos muebles y hacía una lista mental de lo que necesitaba para el bebé. Le llevó horas reorganizar las cosas y buscar decoraciones, pero cada detalle que añadía hacía que el lugar pareciera un hogar. La imagen de Freen entrando por la puerta, viendo el cambio y comprendiendo que estaban construyendo una vida juntas le daba fuerzas.

Ese día, decidió empezar a preparar el cuarto del bebé. Pintó las paredes con tonos pastel y buscó una cuna de segunda mano. Incluso compró unas pequeñas estanterías y colocó algunos peluches que le recordaban a su propia infancia. Becky quería que, al ver el cuarto, Freen sintiera el mismo lazo que ella ya sentía por ese ser pequeño e indefenso.

Al otro lado de la ciudad, Freen se encontraba en el apartamento de Nam. La conversación entre ellas se había vuelto cada vez más tensa. Finalmente, después de días de evitar el tema, Freen le confesó su decisión a Nam.

—Voy a abortar, Nam —dijo Freen, con la voz firme pero los ojos llenos de angustia—No puedo seguir con esto.

Nam la miró, horrorizada. Su mejor amiga, la misma que había sido su cómplice en tantas cosas, ahora se encontraba al borde de una decisión irreversible, y parecía hacerlo con una mezcla de confusión y desesperación.

—¿Te volviste loca, Freen? —exclamó Nam, sin poder contenerse—. ¿Cómo puedes pensar en algo así, y sin decírselo siquiera a Becky?

Freen se cruzó de brazos, mirando al suelo, sin atreverse a sostener la mirada de su amiga.

—No entiendes, Nam —suspiró, frustrada—. No puedo... no puedo seguir así. Siento que todo se está desmoronando, que mi vida entera va a desaparecer si sigo adelante con esto.

—Pero Becky tiene derecho a saberlo, Freen —insistió Nam—. No puedes tomar una decisión tan grande sin hablar con ella. Es su hijo también.

Freen se encogió de hombros, con una expresión de impotencia.

—Es mi cuerpo, Nam. Soy yo quien va a pasar por todo esto. Becky puede querer todo lo que quiera, pero yo no... no quiero. No quiero que mi vida se arruine, y no quiero arruinar su vida tampoco.

Nam la miró en silencio, intentando procesar sus palabras. Entendía el miedo de Freen, pero algo en su tono, en su determinación de ignorar la opinión de Becky, le preocupaba profundamente.

—Freen... sé que tienes miedo, pero no estás pensando claramente. Esta decisión no la estás tomando porque lo has meditado, sino porque quieres escapar.

Freen apretó los labios, endureciendo su expresión. Ya había tomado su decisión. Heidi, una antigua amiga de la escuela, le había hablado de un hospital clandestino, un lugar que no hacía preguntas y que le permitiría terminar con todo ese peso que sentía. Había conseguido una cita para ese mismo día, y no pensaba perder tiempo.

—Lo siento, Nam, pero ya tomé una decisión. Este es mi cuerpo, mi vida, y nadie más puede decirme qué hacer.

Nam suspiró, derrotada. Sabía que cualquier intento de hacerla entrar en razón era inútil.

—Freen... —dijo con voz suave, casi implorante—. No quiero que te arrepientas de esto. No quiero verte destrozada más adelante, cuando el dolor y la culpa te alcancen.

Freen esquivó su mirada, sintiendo que las palabras de Nam la perseguían, pero no respondió. Tomó su bolso, dispuesta a irse. Mientras caminaba hacia la puerta, intentaba convencerse de que esto era lo mejor, que pronto todo volvería a la normalidad.

Al mismo tiempo, Becky estaba colocando los últimos detalles en el cuarto del bebé. Puso un móvil de estrellas sobre la cuna y ajustó las cortinas para que dejaran entrar una suave luz. Miró a su alrededor, exhausta pero satisfecha, imaginando cómo sería tener a Freen a su lado, mirándolo todo con la misma ilusión. No podía evitar sonreír al pensar en el futuro, aunque una sombra de preocupación seguía acechándola.

Mientras Freen caminaba por las calles hacia el hospital clandestino, Becky se sentó en el suelo del cuarto del bebé, observando su trabajo y hablando suavemente, como si estuviera hablando con el bebé.

—Sabes, bebé, creo que todo va a estar bien —murmuró, con una mezcla de esperanza y miedo—Freen solo necesita tiempo, ¿verdad? Estoy segura de que, cuando vea todo esto, entenderá lo especial que eres. Entenderá que somos una familia.

Pero en su interior, Becky temía que su fe en Freen no fuera suficiente para sostener todo aquello. Mientras cerraba los ojos, deseó con todas sus fuerzas que Freen pudiera ver lo que ella veía.

FAMILIA ADOLESCENTE Donde viven las historias. Descúbrelo ahora