La tarde estaba fría, pero yo caminaba de tienda en tienda, ignorando el clima y el cansancio acumulado. Quería encontrar el reloj perfecto para Max, el modelo exacto que había mencionado una vez con entusiasmo. Iba a hacer su cumpleaños, y aunque siempre hacía todo lo posible por sorprenderlo, esta vez quería que fuera especial. Max se merecía lo mejor, o al menos eso quería creer.
Mientras revisaba los estantes en una tienda, sentí un ligero tirón en mi chaqueta, seguido de una voz:
—Oye, se te cayó tu cartera.
Me giré rápidamente, sobresaltado, para encontrarme con un chico de rostro familiar extendiéndome mi billetera.
—Gracias —dije, tomándola con alivio—. No la vi.
—De nada —respondió con una sonrisa, pero antes de que pudiera dar media vuelta, añadió—: Disculpa, te me haces conocido.
Lo miré, algo confundido.
—¿Conocido?
—Sí, ya sé de dónde —exclamó, como si acabara de resolver un misterio—. Eres el chico de la cafetería, ¿no?
—¿Cafetería? —pregunté, tratando de recordar.
—Sí, viniste una vez donde trabajaba y estuvimos platicando un rato.
Su comentario trajo destellos de memoria. Sí, esa vez que Max estaba ocupado y terminé refugiándome en una cafetería. Lo recordé entonces.
—¡Oh! Ya recuerdo —le sonreí, asombrado por el encuentro—. Wow, la vida tiene muchos caminos inesperados. —¿Y sigues trabajando ahí? —le pregunté por cortesía.
—No —contestó con orgullo—. Ahora tengo mi propia cafetería. Por fin cumplí mi sueño.
No pude evitar sonreír. Recordaba cómo me había contado aquel día sobre sus planes y sueños mientras el lugar estaba vacío.
—Recuerdo lo mucho que querías eso. Felicidades —le dije, sincero, justo cuando mi celular comenzó a sonar.
Sacándolo del bolsillo, vi el nombre de Max en la pantalla. Contesté rápidamente.
—¿Dónde estás? —preguntó con tono serio.
—Estoy terminando unas cosas, ya casi llego a casa.
—Regresa ahora, Sergio —ordenó con frialdad antes de colgar.
El peso de su tono me dejó tenso, pero no podía ignorarlo. Me volví hacia Carlos, que había estado esperando con curiosidad.
—Tengo que irme, pero… ha sido un gusto verte.
—¿Te acompaño? —preguntó, señalando mi rostro preocupado—. Parece que ya va a oscurecer y este sitio se vuelve peligroso de noche. ¿Me dejas acompañarte? Solo para asegurarme de que estés bien antes de ir a tu casa.
Titubeé un momento, pero asentí.
—Está bien, gracias.
Nos dirigimos a la última tienda donde creía que podrían tener el reloj. Por suerte, allí estaba, brillante y perfecto en su caja de presentación. Carlos me felicitó por encontrarlo mientras yo pagaba apresuradamente. Nos despedimos a las afueras de la tienda, y él me deseó suerte con una sonrisa antes de irse.
Cuando llegué a casa, el ambiente era pesado. Max estaba sentado en el sofá, con el rostro endurecido por la ira.
—¿Por qué tardaste tanto? —preguntó con una voz que me hizo estremecer.