XI. Dolor

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El día estaba fresco, con un viento ligero que acariciaba mi rostro mientras caminaba hacia el departamento con las bolsas del mercado. Había decidido pasar por algunas cosas que nos hacían falta; Max siempre prefería que yo me encargara de esos detalles. A pesar de que las bolsas no eran tan pesadas, el trayecto se sentía más largo de lo habitual, quizás porque mi mente estaba distraída pensando en nuestra última discusión. 

—¡Hola! —La voz me sacó de mis pensamientos. 

Me detuve y giré para encontrarme con Carlos, sonriéndome desde la acera opuesta. Se apresuró a cruzar la calle. 

—¿Sergio? ¿Te ayudo con eso? —preguntó, señalando las bolsas que llevaba. 

—Oh, no te preocupes, estoy bien. —Respondí rápidamente, aunque la verdad era que ya sentía los brazos cansados. 

—Vamos, no es molestia. —Sonrió, extendiendo las manos para tomar algunas bolsas. Antes de que pudiera protestar, ya tenía la mitad en sus manos. 

Mientras caminábamos, me contó sobre su nueva cafetería, que estaba a unas pocas cuadras del edificio donde vivíamos Max y yo. Su entusiasmo era contagioso, y aunque intenté mantener la conversación ligera, no pude evitar sentirme nervioso. Sabía que si Max lo veía conmigo, no lo tomaría bien. 

Llegamos al edificio y subimos juntos al departamento. Una vez dentro, dejé las bolsas en la cocina mientras Carlos me seguía, todavía hablando de los planes que tenía para ampliar el menú de la cafetería. Nos sentamos en el comedor, y, por un momento, me relajé. Carlos siempre tenía una manera de hacer que todo pareciera más fácil, menos complicado. 

—Deberías venir a probar el café algún día. —Dijo, apoyando los codos en la mesa. —Estoy seguro de que te va a encantar. 

Abrí la boca para responder, pero un sonido familiar me hizo congelarme. La puerta del departamento se cerró con un golpe seco, y el eco resonó en el espacio. Sentí la presencia de Max antes de verlo. Entró a la sala y se quedó de pie, inmóvil, observándonos desde la entrada. Su mirada fija en Carlos, sus ojos oscuros como la tormenta que sabía que estaba por venir. 

Mi piel se erizó, el aire parecía haberse vuelto más denso. Intenté mantener la calma, pero mi mente ya estaba buscando una salida. 

—Carlos, muchas gracias por tu ayuda. —Dije apresuradamente, poniéndome de pie. —Seguro tienes cosas que hacer en la cafetería, ¿verdad? 

Carlos me miró, confundido por el cambio repentino en mi tono. 

—¿Estás bien?—, pregunto preocupado.

—Si.

—¿Estás seguro?

—Sí, sí. —Insistí, casi empujándolo hacia la puerta. —De verdad, gracias por todo, pero no quiero quitarte más tiempo. 

Carlos me miró con el ceño fruncido, claramente desconcertado. Sin embargo, asintió y se despidió. Apenas cerré la puerta detrás de él, el silencio que quedó en el departamento era ensordecedor. 

Me giré lentamente hacia Max, quien seguía en el mismo lugar, pero ahora su expresión había cambiado. La furia en sus ojos era inconfundible, y antes de que pudiera decir algo, se acercó a grandes zancadas. 

—¿Qué crees que estás haciendo? —Preguntó con una calma que era más aterradora que un grito. 

—Max, solo fue un favor. Él me ayudó con las bolsas, eso es todo. —Intenté explicarme, pero mi voz temblaba. 

De repente, su mano se alzó, y el golpe fue tan rápido que no tuve tiempo de reaccionar. La fuerza me hizo perder el equilibrio y caer al suelo. Mi mejilla ardía, y por un momento, todo se volvió borroso. 

—¡¿Qué parte de “eres mío” no entiendes?! —Gritó, su voz llena de rabia. 

Me quedé en el suelo, inmóvil, con el corazón latiendo descontrolado. Quería llorar, pero no lo hice. No podía mostrarle mi debilidad. 

—Max, por favor… —Susurré, incapaz de mirarlo. 

Él dio un paso hacia mí, pero no para ayudarme. Su sombra parecía envolverme, y por un momento, me sentí pequeño, insignificante. 

—Levántate. —Ordenó, su tono más frío ahora. 

Obedecí lentamente, evitando su mirada. El amor y la pasión que alguna vez nos unieron parecían haberse convertido en cadenas que no sabía cómo romper.

Aquella noche, el golpe seguía resonando en mi cabeza mucho después de que el dolor físico comenzara a disiparse. Me había quedado en el suelo por lo que parecieron horas, aunque en realidad solo fueron unos segundos. La mano de Max había sido rápida, pero el impacto había sido profundo. Mi mejilla ardía como si mil agujas se clavaran en ella al mismo tiempo, y la rabia en sus ojos me helaba hasta los huesos. 

Cuando finalmente me puse de pie, con las piernas temblorosas y la mente nublada, Max seguía ahí, mirándome como si esperara que yo reaccionara de una manera específica. Pero no lo hice. No lloré. No grité. No lo confronté. En lugar de eso, me quedé quieto, tratando de controlar mi respiración, intentando convencerme de que todo esto era mi culpa. 

—No tenías que traerlo aquí. —Su voz finalmente rompió el silencio, dura y helada. 

—Solo me ayudó con las bolsas. —Murmuré, evitando su mirada. 

—¿Y eso es suficiente para invitarlo a nuestra casa? ¿Qué pensaste que iba a pasar cuando lo vi aquí? —continuó, cada palabra cargada de reproche. 

Quise responder, quise defenderme, pero las palabras no salían. Dentro de mí, una parte sabía que esto no estaba bien, que su reacción había cruzado todos los límites. Pero otra parte, la que siempre encontraba formas de justificarlo, ya estaba buscando razones para excusar lo que acababa de pasar. 

"Estaba cansado."
"Carlos no debió quedarse tanto tiempo."
"Yo debí haber sido más claro con Carlos desde el principio." 

—Max, yo… lo siento. —Mi voz apenas era un susurro. 

Me miró entonces, y algo en su expresión cambió. La furia se suavizó, reemplazada por algo más parecido al remordimiento. Dio un paso hacia mí, y mi cuerpo automáticamente se tensó, pero él no levantó la mano esta vez. En cambio, me tomó por los hombros y me miró directamente a los ojos. 

—Sergio, perdóname. —Su tono había cambiado por completo. Ahora parecía desesperado, casi al borde de las lágrimas. —No quise hacerlo de nuevo, te lo juro. Es que… no soporto la idea de perderte. 

Esa última frase fue como un golpe directo a mi corazón. Mi mente, todavía confundida y adolorida, quiso aferrarse a esas palabras, a la idea de que todo lo que había pasado no era más que un error, un desliz causado por el amor. 

—Max… —Intenté decir algo, pero él me interrumpió. 

—Te amo tanto que a veces me vuelvo loco. —Su voz temblaba, y en sus ojos ahora había lágrimas. —Por favor.

Fue entonces cuando me abrazó, fuerte, como si temiera que me desvaneciera si me soltaba. Mi primer instinto fue apartarlo, pero no lo hice. En lugar de eso, dejé que sus brazos me envolvieran, que sus lágrimas se mezclaran con el sudor frío que cubría mi piel. 

—Lo siento, Sergio. —Susurró una y otra vez. 

Sentí mis propias lágrimas brotar, pero no de tristeza, ni de rabia, sino de alivio. Alivio porque, por un momento, pensé que esto podría arreglarse, que su amor era lo suficientemente fuerte como para superar todo. 

—Está bien. —Finalmente murmuré, más para convencerme a mí mismo que a él. —Fue solo un mal momento. 

Esa noche, me acosté a su lado, sintiendo su brazo protector sobre mi cintura. Mi mejilla aún dolía, pero mi mente se aferraba a sus palabras, a sus promesas. “Esto no volverá a pasar.” Me repetí en silencio, como un mantra. 

Al final, encontré razones para justificarlo. "Me quiere demasiado." 
"Solo está asustado de perderme." 
"Yo también tengo la culpa al no ponerle un alto a Carlos."

Y así, me convencí de que el amor era así, complicado, doloroso a veces. Porque si no lo era, entonces tendría que aceptar que lo que estábamos viviendo no era amor. Y eso era algo que no estaba listo para enfrentar. 








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